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PEDIATRÍA INTEGRAL - Revista de formación continuada dirigida al pediatra y profesionales interesados de otras especialidades médicas

PEDIATRÍA INTEGRAL Nº3 – ABRIL-MAYO 2022

¿El fin del humanismo médico?

V. Martínez Suárez
De interés especial


V. Martínez Suárez

Grupo de Investigación de la SEPEAP. Universidad de Oviedo

 

Pediatr Integral 2022; XXVI (3): 188.e1 – 188.e5


¿El fin del humanismo médico?

Al Dr. Víctor García Nieto, prolífico médico humanista

Este comentario debe comenzar con una afirmación trivial: definir lo que es el humanismo médico no es cosa hacedera ni de escasa monta. Pocas cuestiones han merecido más tentativas entre todas las que rodean al ejercicio de nuestra profesión, lo que prueba que ponerle límites puede ser asunto resbaladizo. Para hacerlo cabría apelar a miles de textos que a lo largo de los últimos siglos han abordado esta tarea relacionándolo con diversas formas de acompañar nuestras obligaciones puramente clínicas. Partimos, entonces, de que humanismo es un término polisémico: tiene muchas variantes y en medicina alcanza unos matices particulares.

Prescindiendo de cualquier intención historiográfica(1) y atendiendo únicamente a la idea de este trabajo, puede añadirse alguna consideración. El humanismo médico al que nos queremos ahora referir no será aquel que consiste en realizar una medicina “humana”, compasiva, humanitaria, aunque con ella es inevitable encontrar una clara relación. El médico humanista al que nos interesa acercarnos es el que completa y complementa su actividad profesional con el cultivo de las humanidades, entendidas estas como el conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana: al margen de su quehacer asistencial lee, estudia y produce sobre la condición y el desempeño del ser humano, sobre el conjunto de realizaciones, ideas e imágenes de una sociedad determinada, haciéndolo desde una visión diferente de la aportada por las ciencias naturales. Se contrapone al colega fascinado por la razón científico-tecnológica, útil para tantas cosas, pero inadecuada por sí sola para abordar asuntos que exigen ese “espíritu de finura” que Pascal opuso al espíritu geométrico(2); la palabra humanismo toma así el sentido de intelectualidad global y conciencia holística. Lo que emerge de su cometido sirve para crear una sinergia entre ciencias naturales y ciencias humanas(3), dos esferas que durante muchos años se tuvieron como incompatibles(4). Entendiendo la necesidad de aunar a ambas superándolas, el editor John Brockman acuña la expresión “tercera cultura” que hace referencia al supuesto divorcio entre intelectuales de letras por un lado y científicos por otro(5), y que Charles P. Snow había diagnosticado en su célebre ensayo Las dos culturas(6,7). Ante la imagen de esa nítida diferenciación, los médicos que sin dejar de consumir ciencia cultivan las humanidades representarían una forma más sofisticada dentro de nuestra profesión, consagrando un amor desinteresado a un saber distinto y subsidiario de sus obligaciones más directas. Asumen la “contradicción complementaria” de dos formas de acercarse a la realidad; de dos métodos que utilizados como suma pueden ayudar a perfeccionar la comprensión de las cosas y de los fenómenos sociales.

Quizá en algunos casos se trate, según se suele decir, de la búsqueda de una compensación o evasión de las tensiones que generan el roce con la enfermedad y la muerte. Tal vez en otros de un instinto de saber con gran amplitud de visión, ingénito o derivado de preferencias asimiladas en su formación intelectual y desde una actitud ante la vida; y eso no cabe entenderlo como un esparcimiento, un lujo ni un refinamiento de estudiosos que tienen tiempo para gastarlo en satisfacciones espirituales. No se corresponde, tal como Laín remarcó en su última lección académica, con esas materias “exquisitas e inútiles” que los positivistas alemanes nombraron despectivamente como “disciplinas orquídeas” o “saberes ornamentales”(8). Tendría que ver, sobre todo, con la voluntad de mantener un diálogo siempre abierto, sistemático y conforme a la razón, con los temas que van apareciendo ante cada uno. Representa, entonces, conducta más que estricto saber; sensibilidad y emplazamiento frente al mundo. Se puede ser humanista, dejó dicho Marañón según esta última consideración, con tal de que “los poros del alma sean permeables a aquellos sentimientos de comprensión y generosidad que caracterizan en todo tiempo a las figuras impulsoras de la civilización”(9). En nuestra profesión, debemos recalcar, consistiría en que cada uno sea más cosas de lo que es, en cultivar disciplinas diferentes para mejorar en la propia; en que el médico extienda su discurso, en suma, fuera de lo que es su obligación profesional hacia otras vocaciones. En otras palabras, en atender conocimientos adicionales que pueden situarse en torno a nuestras responsabilidades inmediatas y con ello conferirles una visión peculiar del mundo; en ser un dilettante, en el sentido que se declaraba Pío Baroja de “curioso de la cultura”(10). Precisamente desde esa visión, puede asegurarse que habrá médicos humanistas en tanto exista la medicina y haya libros y bibliotecas; mientras aparezcan profesionales, según el apotegma marañoniano, “traperos del tiempo”, que componen su otra obra en paz, sin urgencia pero sin pausa, en tiempo de ocio, y lo hacen sobre lo que desean, sobre lo que admiran; seres humanos que organizando y aprovechando sus horas, rechazan ser esclavos condicionados por la clepsidra, el amo que decide las horas que fluyen en una sola dimensión. Ellos viven robando tiempo al tiempo para hacer otras cosas. Y los resultados de esta forma de ser médico han sido, en ocasiones, cosa bienaventurada y espléndida.

Profundizando más en la calificación del concepto, el historiador de la medicina y profesor universitario Diego Gracia, de forma doctrinal, un tanto dura y categórica, marca la diferencia entre un humanismo médico afín al credo positivista (el de los hechos) y otro teológico (el de los valores), versiones “si no incompatibles, sí claramente distintas e incluso opuestas”. Los partidarios del primero ven, según sus palabras, “con auténtico horror” a los partidarios del segundo, admitiendo “la condena de los disidentes al infierno del antihumanismo”(11). Como si el modelo científico-natural (el método “duro” del saber) aplicado a las personas y al estudio de la cultura pudiese prescindir en sus interpretaciones de los fenómenos subjetivos, como son las manifestaciones de la inteligencia, de la voluntad libre y de la afectividad. Para el humanismo de los valores, siguiendo esa terminología absoluta y excluyente, si se procede con vocación racional y rigor en su ejercicio, a sus análisis y conclusiones no se le puede asignar una validez nula, siempre que se identifiquen y definan las causas de incertidumbre que los rodean. Pues es bien notable que no toda la realidad es asequible al experimento, concebido como intervención activa destinada a provocar los fenómenos que van a estudiarse. Hay una parte de la realidad (de lo que ocurre verdaderamente) que se escapa y siempre se escapará a su proceder.

Yendo un paso más allá en la explicación. El médico humanista, además de conocimientos científicos y práctica clínica rigurosa –imprescindible tarea sine qua non del ser médico– ha de ser intelectualmente ambicioso. Hacernos médicos más cultos, personas que mantengamos un esfuerzo para entender lo que en tanto que personas somos y de nosotros va quedando, esa será la acción del humanismo. La ciencia como exclusiva forma de conocimiento es otra cosa: nos hace fuertes pero no mejores. Por eso, el médico que carece de esa necesidad vital de la cultura –que no ubica al ser humano y su realización como valor y preocupación central– podrá ser muy diestro en su oficio, pero en lo demás “no pasará de ser un bárbaro ilustrado, ayuno de lo que da la comprensión humana y de lo que fija los valores del mundo moral”(12). Porque siendo la especialización de la medicina –saber estrecho y profundo– necesaria, en su ejercicio no se puede olvidar que el hombre –enfermo o en trance de serlo– constituye una unidad indisoluble vinculada a su múltiple circunstancia, a su tiempo y a su mundo. Frente a esta visión tradicional, indispensable, contemplación extendida y de relación (individualizada, integral, totalizadora), se sitúa y va creciendo otra tecnificada, restringida y penetrante de lo recóndito (microscópica, fragmentaria y aislada); y en este proceso, la realidad del hombre doliente corre el riesgo de disolverse en una subrrealidad. Como efecto, hoy hemos ganado en tecnología, pero a cambio se ha despersonalizado la asistencia, proliferando el esnobismo científico, las mentes tecnolátricas y los burócratas de la sanidad, que con cada día de su vida van haciéndose menos médicos. En frase lapidaria dejó constancia don Pedro Laín de su desazón por la abundancia en lo médico de la omnipresente superstición de modernidad: “temo que ni siquiera el ejemplo de los grandes creadores de la ciencia moderna sea eficaz frente a la arrolladora y miope beatería de la pura eficacia”(13). Y ese enunciado describe nuestro arriesgado panorama.

Otra apostilla cualificada frente al imperativo de desensibilizar y “endurecer” la medicina: “La crisis de la medicina –no como ciencia sino como conciencia– es, según Octavio Paz, un aspecto apenas de la crisis de las ciencias, que a su vez es la expresión de la crisis de nuestra civilización”. El pensador mexicano apelaba en su escrito sobre el gran cardiólogo y referente del humanismo médico Ignacio Chávez a “la necesidad de formar una élite cultural médica, lo que no quiere decir formar una casta privilegiada para su medro personal”, sino […] “impulsar la formación de científicos, de intelectuales y de futuros realizadores, sin los cuales no hay posibilidades de desenvolvimiento”(14).

Con todo eso, acaso el humanismo médico y la formación humanística del médico puedan representar una respuesta a esa tendencia deshumanizadora. Hoy resulta evidente la necesidad de incorporar decididamente como eje educativo de quienes puedan sucedernos una “razón ampliada” que incorpore perspectivas epistemológicas y antropológicas, que insista en la utilidad práctica de las humanidades y de sus metodologías(15). En palabras de Diego Gracia: “la formación de los profesionales de la medicina no será adecuada ni estará completa si al estudio de la salud y la enfermedad en tanto que “hecho” no se añade un adecuado conocimiento del mundo de los “valores”. Esto hace necesario que en los programas universitarios estén representadas las humanidades médicas”(16). Qué importante sería para la medicina del siglo XXI, pensamos nosotros, contar con más médicos ocupados en adquirir y transmitir ciencia y “arte”, permitiendo al paciente disfrutar del más riguroso cientificismo, pero también de la generosa disposición anímica del humanista intelectualmente enriquecido (Fig. 1).

Figura 1. El pensador de Auguste Rodin, 1884: el hombre sentado sobre una roca pensando a golpe de maza, en tensión intelectual, esperando encontrar respuesta a sus interrogantes, solo y recogido en sus ideas.

En su diálogo Cármides, Platón pone en boca del protagonista esta explicación a Sócrates sobre lo que es el “buen médico”: “no se puede sanar un ojo sin sanar la cabeza, ni atender el cuerpo prescindiendo del alma, ni dar medicamentos sin los bellos discursos que les hagan eficaces”(17). Hace dos milenios y medio, exponiendo una sutil discusión, el filósofo ateniense afirmaba con esos términos que la medicina es más que conocimiento técnico y curar enfermedades y órganos. Entendemos que las humanidades son importantes en la formación del médico, y lo son a la hora de hablar a los enfermos y para intentar comprender su dolor. Galeno, uno de los más grandes investigadores de la antigüedad, apremiaba varios siglos después a que “aquel que sea verdadero médico será sin duda también filósofo”, y que […] “los médicos precisan de la filosofía para hacer un uso conveniente de su arte”. […] “Si somos verdaderos admiradores de Hipócrates, dejó escrito, deberemos dedicarnos al estudio de la filosofía”(18). A la filosofía, podemos deducir, según su acepción general, la de apetencia de saber sobre las cosas de la naturaleza, incluidas sobremanera las humanas. Pueden esas palabras acercarse a otras escritas pocos o muchos años después, como las que desde el Renacimiento y en el siglo XVIII reclamaron un regeneracionismo fundado en las teorías originales y el razonamiento clínico de Hipócrates y de los antiguos griegos. Pensemos en Gaspar Casal, prototipo entre nosotros de médico naturalista, de elemento de esa tercera cultura a la que nos referíamos. Porque humanización de la asistencia es también aplicar en el ejercicio y cuidado de los pacientes los principios del humanismo médico, que, como Pedro Laín Entralgo dejó dicho(19), es “la actitud y aptitud del profesional de armonizar la ciencia con las humanidades médicas”. Y en expresión plenamente conforme con la de los clásicos, afirma que “el médico bueno y buen médico, es aquel que se acerca al enfermo desde una perspectiva integral de lo científico y lo humano”, el que […] “debe ser versado en la ciencia médica y tener conocimiento de las humanidades”. Precisando más, diferenció dos modalidades principales de asumir ese desafío. El humanista total y completo; “por extensión” o en integridad: que estudia, reflexiona, interpreta y comunica lo que sabe. Y el humanista investigador y erudito, “por intensión” o en profundidad, que se mueve en el ámbito de las fuentes primarias del conocimiento médico(20). Tal como él mismo nos ha mostrado, ambas formas de proceder no son compartimentos estancos, aunque las obras que producen si pueden asignarse a uno u otro modelo de hacer.

Hay una cuestión última que queremos añadir a este apunte. La palabra dicha y el gesto son parte esencial del hacer médico humanista y de su puesta en escena; pero son la palabra escrita y la comprensión de nuestra razón de ser y de estar a lo largo del tiempo –“buceando con la inteligencia y la sensibilidad en lo más fundamental y radical de lo que ella es”(21)– las que le dan plenitud. Por eso son tan importantes para completar esa tarea la escritura –hacerse escribiendo– y pensar la medicina desde su historia. Es verdad que sigue habiendo médicos que escriben, pero cada vez menos. Desde esa observación cabe preguntarse, ¿para qué escribe uno, sea lo que sea? En un modo superficial puede responderse que porque se siente el impulso y la necesidad de hacerlo; para divertir y divertirse, para enseñar algo o alguien, para recrear la realidad y las experiencias personales. Puede ser eso; pero, en ocasiones, se trataría de otra cosa más. De hermosísima manera lo dejó dicho María Zambrano: “salvar las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable, es el oficio del que escribe”. […] “Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor”(22). Escribir, añadimos nosotros, también para saber quiénes somos y para saber en quién nos estamos convirtiendo.

Y en un término cercano, normalmente previo, el entender y dar a conocer la historia son, junto al dominio de la técnica, la manera de responsabilizarse de la cultura médica, de ser médico en la más amplia extensión. Ya Cicerón destacó el valor modélico de los hechos del pasado, sumándose así a la opinión tradicional que consideraba magistra vitae a la historia, entendida como el “curso temporal y tradente de las acciones del género humano”, según la hermosa definición utilizada por el mismo Laín(23), y de la que resulta la “neoproducción de posibilidades de la vida”. Porque si la ausencia de conciencia histórica de la medicina –el instalarse en el “presentismo”, en lo actual, adorando “los dioses del instante”, los fenómenos que nacen y mueren a la vez– es una disminución de la condición de médico, su comprensión “ofrece integridad del saber, dignidad moral, claridad intelectual, libertad de la mente y cierta opción de originalidad”(24). El padre de la moderna historiografía médica apremia a sus colegas a conocer esos tres momentos que en ella identifica: lo “transeúnte” (lo que va pasando para no volver), lo “progrediente” (aquello de lo que, recordado o no, “algo queda”) y lo “invariante” (eso que “bajo la siempre cambiante forma del saber y el hacer en todo momento permanece”). Ya años antes Gregorio Marañón, maestro insuperable de maestros, se mostraba beligerante en esta demanda: “ningún médico debe dejar de tener su libro de historia de la Medicina entre los que lee con frecuencia, entre los libros de cabecera. ¡Cuántas cosas recién inventadas verá con claridad a la luz de las viejas, de las que parecían enterradas! ¡Qué eficaz preservativo y antídoto, si se siente amenazado del frecuente contagio de la pedantería!”(25). Y casi diez años más tarde el insigne médico e intelectual madrileño –él mismo, historiador, interprete de la historia de España, además de testigo y cronista de las vicisitudes del tiempo que le tocó vivir– se reitera sobre el valor para los profesionales de recuperar y conocer nuestros antecedentes: “leer y releer la historia de la Medicina es indispensable al médico para no perder la cabeza, para no engreírse pensando que ha tenido la suerte de vivir en una época definitiva de la ciencia, para acoger con prudencia los nuevos avances, para no dejarse llevar de la última palabra de la moda, convirtiéndose en lo peor que le puede suceder a un médico, que es ser médico de slogan(26).

Como atributo de conexión entre ambas maneras de completarse, el ser un personaje ávido de lecturas y afecto de lo que podría llamarse “pasión libraria”. Gracias al camino de los libros –fuente perenne de conocimientos, base de toda pedagogía, lugar para el diálogo mudo con los grandes muertos– podremos encontrar la oportunidad de reapropiarnos de ese elemento de nuestra vida espiritual donde se halla el eco de las propias ideas y sentimientos. Léase, recomendaba en uno de sus Ensayos de 1597 Francis Bacon, “no para contradecir o para impugnar ni para creer y dar por admitido, ni para encontrar tema de charla y conversación, sino para sopesar y considerar”. De la misma forma que […] “la lectura completa al hombre”, estimaba el fundador de la filosofía moderna, […] “la escritura le da exactitud”(27). Propugnando la humanización de los futuros técnicos, el profesor Laín recomienda “un aprendizaje, lamentablemente descuidado, para el arte de leer con entendimiento y de escribir con corrección”(28). La lectura como experiencia que estimula y abre posibilidades. Permite llegar a la “conciencia histórica” y alcanzarla desde una actitud vital contemplativa (ver con interés, sentir) y admirativa (reflexionar “detenidamente”, valorar), lo que trae a esta idea la frase de María Zambrano del “instante de perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer”(29). Comunicación bilateral que recrea y nos recrea; lo que pasa ante los ojos del lector es por él vuelto a crear, y las experiencias leídas cambian –poco o mucho– nuestra condición intelectual o nuestros sentimientos, pueden rectificarnos, mejorarnos, incluso perfeccionarnos; pueden corregir nuestras ideas equivocadas, nuestros hábitos mentales o nuestras preferencias. Al cabo, “en músicos callados contrapuntos”, los libros o enmiendan o secundan nuestros asuntos, según el clásico. Aportan al hombre, al sujeto humano, la base constante de una nueva y más alta dimensión vital (Fig. 2).

Figura 2. Fragmento del conocido como Hombre de Vitrubio, dibujo de Leonardo da Vinci realizado hacia 1480, que representa las proporciones de cuerpo humano según el canon clásico de belleza. Considerado un símbolo del arte renacentista, evoca el principio filosófico del griego Protágoras: El hombre es la medida de todas las cosas. Depositado en la Real Academia de Venecia.

La historiología, entonces, se hace historiografía con la descripción y registro documental del pasado; es decir, con la conjetura y narración del pretérito. No se trata de hacer historicismo, es decir, quedarse en el mero dato histórico; sino en partir de la historia para desde ella pasar a la reflexión sistemática. Esa actitud intelectual es constructiva y sana, creativa y estimulante, ayuda a huir del dogma y del anquilosamiento. Con ello, el que se va convirtiendo paulatinamente en médico humanista se sumerge en una incitante y esforzada tarea que le lleva a comunicar y actuar, que le sitúa en el tiempo y deja constancia de sus indagaciones e interpretaciones de forma peculiar. Haciendo previsión de futuro, en una conferencia magistral pronunciada hace cincuenta años, apelaba Laín a la “justificada pretensión” de evitar para ello una triple limitación: “el simple dilettantismo irresponsable”, se entiende que sin consecuencias; la “investigación meramente gremial”, de interés particular y momentáneo; y, por último, la concepción del cultivo de la historia como “hobby de los prácticos retirados”. Pone el objetivo de esa labor desafiante en convertir la historia “en un saber capaz, por una parte, de dar un fundamento serio e incitante a la formación de los médicos intelectualmente ambiciosos, e idóneo, por otra, para introducir rectamente a los alumnos universitarios en el estudio de la medicina”(30).

Como síntesis de lo que hemos planteado, los rasgos que para nosotros acotan y fijan la noción de médico humanista serían: la vocación de cultura, aspirando a saber y entender “lo que fue”, a impregnarse de las tradiciones y usos de nuestros antepasados. Su realización en la misma como modo complementario y sumativo del ejercicio médico, dejando constancia de su actividad mediante la descripción y el registro documental. Sin descuidar sus más urgentes obligaciones profesionales, extendiendo un completo rigor metodológico al acercarse a otros problemas. Por último, el oponerse a que se despoje al ser humano de su carácter distintivo e individual, siendo consciente del peligro de despersonalizar al paciente desde el imperante absolutismo tecnológico. Estos serían los límites de ese humanismo al que nos referimos y de su modo de hacer, el que queremos realzar y que ejemplarizamos con esta publicación.

En nuestro país suele considerarse precisamente a Marañón como modelo de médico humanista, aunque es fácil reconocer que hubo muchos antes que él, algunos de enorme talla. Lo mismo puede decirse para algunos pediatras que aparte de sus obligaciones han cultivado con suma cualificación y éxito disciplinas como la literatura, la historia, el periodismo, las artes plásticas y otras ciencias humanas Somos conscientes de que cualquier lista será inevitablemente incompleta y, con ello, probablemente arbitraria e injusta.

Por fortuna, hemos contado con un grupo de profesionales de la medicina que han sentido la vocación de investigar y dar a conocer la historia de nuestro oficio, construyendo desde sus publicaciones un testimonio permanente. Ellos han querido documentar y organizar las vidas de sus colegas siendo historiadores de su mundo próximo, adivinando en cada uno de esos hombres y mujeres que no existen qué quiso hacer con todo lo que hizo y nos dejó. Los que han llevado a cabo de forma rigurosa y durante más años ese “intento de dar reviviscencia”, de trabajar en un “entusiasta ensayo de resurrección”, según palabras de Ortega(31), igualmente deben ser recordados. En sus obras –como en un generoso acto de gratitud hacia quienes nos precedieron y nos siguen enseñando– han quedado grabadas de forma indeleble las huellas dactilares de la medicina, con sus nombres, sus anécdotas y su “alma inmanente”, siempre en marcha. En la escritura de la vida de los otros, ellos han ido escribiendo también su vida; nos han dejado la mejor crónica de lo que fuimos y de quienes han hecho lo que somos.

Bibliografía recomendada

1. El término humanismo fue usado por vez primera por el maestro y educador bávaro F. J. Niethammer en su obra Der Streit des Philanthropismus und des Humanismus in der Theorie des Erziehungs-unterrichts unserer Zeit, publicada en 1808, un alegato contra el filantropismo que tras la Ilustración buscaba desterrar de la educación el conocimiento de los clásicos.

2. Pascal B. Espíritu de geometría y espíritu de finura. Escritos escogidos. Biblioteca Universal. Barcelona. Océano Grupo Editorial, S.A.; 2016. p. 113-5.

3. La noción de ciencias humanas nace en el siglo XIX, según Michel Foucault, bajo un modelo de racionalidad científica (Arqueología de las ciencias humanas. Editorial Siglo XXI, México 1999). También se les llama ciencias del espíritu a partir de la propuesta de Wilhelm Dilthey, para el que su objeto de estudio es el medio histórico-cultural en el que el ser humano está inmerso (Introducción a las ciencias del espíritu. Alianza, Madrid 1980). Desde los trabajos del pensador alemán se aceptan las expresiones, en un tiempo muy extendidas en el campo de la epistemología, de ciencias duras (experimentales) y ciencias blandas (conjeturales o especulativas, no basadas en el método científico sino en análisis cualitativos de descripciones).

4. Brockman J et al. El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia. Madrid. Kairos Editorial. 2007.

5. Brockman J. La Tercera Cultura. Madrid. Metatemas. 1996.

6. Snow CP. Las dos culturas y la revolución científica. Versión ampliada. Madrid. Ediciones Alianza. 1977.

7. El naturalista Thomas H. Huxley (1825-1895) fue el primero en presagiar que la utopía cientificista estaba cercana e incitaba a que como saber inferior la literatura fuese desplazada del lugar preeminente de que disfrutaba en la educación, teniendo que ser la ciencia y no la “cultura” la que ocupase el lugar preponderante. La conferencia ciencia y cultura, que dictó Huxley el 1 de octubre de 1880 en la inauguración del Sir Josiah Mason’s Science College, fue confrontada por la pronunciada por el poeta y ensayista Mathhew Arnold (1822-1888) el 14 de junio de 1882, titulada Literatura y ciencia. Con gran eco en los ámbitos intelectuales de la época, esa polémica, nacida en el siglo XVIII con la Ilustración, se mantiene hasta hoy y fue analizada en su forma actual por Snow.

8. Laín Entralgo P. Última lección académica de Pedro Laín Entralgo. Vida, muerte y resurrección de la historia de la medicina; p. 6. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Disponible en: https://www.cervantesvirtual.com/obra/ultima-leccion-academica-de-pedro-lain-entralgo–vida-muerte-y-resurreccion-de-la-historia-de-la-medicina/.

9. Marañón G. Enciclopedismo y humanismo, prólogo al libro “Historia de la Tuberculosis” de J. y A. Oriol Anguera. En: Obras completas (Textos recopilados por Alfredo Juderías). Tomo I: Prólogos. Madrid. Ed. Espasa Calpe S.A.; 1968. p. 223.

10. Baroja P. Divagaciones sobre la cultura. Madrid, Editorial Caro Raggio; 2013. p. 13.

11. Gracia Gillén D. Contribución de las humanidades médicas a la formación del médico. Humánitas. Humanidades médicas. 2006. nº 1.

12. Chávez I. Humanismo médico. UNAM, Colegio Nacional. México. 1978.

13. Laín Entralgo P. El humanismo del hombre de ciencia. Ars Medica. Revista de Humanidades. 2003; 2: 172-180.

14. Paz O. Ignacio Chávez, fundador, en Hombres de su siglo. Barcelona. Editorial Seix Barral; 1990. p.169.

15. Ruiz Moral R. La incorporación de las humanidades y ciencias socio-conductuales en la educación médica: ¿cuál es el problema y qué se debe hacer? Folia Humanística. 2019; 11: 65-81.

16. Gracia Guillén D. Contribución de las humanidades médicas a la formación del médico. Humánitas. Humanidades médicas. 2006; 1: 9.

17. Platón. Cármides, o de la sabiduría. Obra completa en 9 volúmenes. Diálogos. Madrid. Editorial Gredos S.A. 1981; I: 214.

18. Galeno. Tratados filosóficos y autobiográficos. Biblioteca Clásica Gredos. Madrid. Editorial Gredos S.A.; 2002. p. 91-2.

19. Laín Entralgo P. Hacia el verdadero humanismo médico. Revista de Occidente. 1985; 47: 33-47.

20. Laín Entralgo P. El humanismo del hombre de ciencia. Ars Medica. Revista de Humanidades. 2003; 2: 172-180.

21. Ibíd.

22. Zambrano M. Hacia un saber sobre el alma. Alianza Literaria. Madrid; 2000. p. 38.

23. Laín Entralgo P. Historia de la medicina. Salvat Editores S.A. Barcelona; 1982. p. XXVII.

24. Ibíd. p. 680.

25. Marañón G. De la reseña crítica del libro Historia de la obstetricia y de la ginecología en España, de Manuel Usandizaga. Santander. 1944. Publicada en el Boletín del Instituto de Patología Médica en marzo de 1946.

26. Marañón G. De la reseña crítica de la Historia de la medicina contemporánea, de Mario Monteiro Pereira. Lisboa. 1953. Publicada en el Boletín del Instituto de Patología Médica en agosto de 1955.

27. Bacon F. De los estudios. En: Ensayos. Biblioteca de Política, Economía y Sociología, Barcelona. Ediciones Orbis S.A.; 1985. p. 165-6.

28. Laín Entrealgo P. Técnica y humanismo en la formación del hombre actual. En Ciencia, técnica y medicina. Madrid. Alianza. 1986.

29. Zambrano M. Persona y democracia. Madrid. Alianza Editorial S.A.; 2019. p. 30.

30. Laín Entralgo P. Mi oficio en el año dos mil. Revista de Occidente. 1971; 103: 48-71.

31. Ortega y Gasset J. En torno a Galileo. De nuevo la idea de generación, en Obras completas. Madrid. Santillana Ediciones. 2006; VI: 409.

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