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PEDIATRÍA INTEGRAL - Revista de formación continuada dirigida al pediatra y profesionales interesados de otras especialidades médicas

PEDIATRÍA INTEGRAL Nº3 – ABR-MAY 2024

Enfermedades pediátricas que han pasado a la historia (21). La inoculación o variolización en España

Historia de la Medicina y la Pediatría


V.M. García Nieto*, M. Zafra Anta**

*Coordinador del Grupo de Historia de la Pediatría de la AEP. Director de Canarias Pediátrica

**Servicio de Pediatría del Hospital Universitario de Fuenlabrada. Miembro del Grupo de Historia de la Pediatría de la AEP

 

 

Pediatr Integral 2024; XXVIII (3): 204.e1 – 204.e5

 


Enfermedades pediátricas que han pasado a la historia (21).
La inoculación o variolización en España

 

“Los hombres olvidan pronto. ¿Quién se acuerda hoy de que las “pestilencias” han ocasionado durante siglos más víctimas que las mortíferas guerras? Hasta los historiadores suelen dedicar a ello escasas líneas en sus prolijas descripciones de los acontecimientos mundiales… Conviene, pues, recordar que ha sido el ejército inerme de las batas blancas quien ha librado a la Humanidad del terror de los invisibles” (Wilhelm von Drigalski. Hombres contra microbios, ed. esp. 1960).

“En los países cristianos de Europa se afirma inadvertidamente que los ingleses son tontos y locos. Tontos porque contagian a sus hijos de viruela para impedir que la contraigan, y locos porque comunican deliberadamente a sus hijos un destemple temible y cierto solo para prevenir un mal incierto. Por su parte, los ingleses califican al resto de los europeos de cobardes y antinaturales. Cobardes porque temen someter a sus hijos a un poco de dolor, y antinaturales porque los exponen una y otra vez a la muerte por viruela” (Voltaire. En: Simon Schama. Cuerpos extraños, ed. esp. 2024).

“No hay duda ninguna que las reiteradas y generales experiencias que en los países más cultos se han hecho de la inoculación, ha colocado ya este remedio en la clase de aquellos poquísimos en quienes, se puede tener confianza. Los teólogos ilustrados callan ya sin duda, porque conocen que este no es un asunto teológico a su decisión. A la verdad sería digno de risa qualquiera (sic) que preguntase si es lícita la inoculación, al contrario dentro de poco se preguntará, si es lícito oponerse a este preservativo” (Carta de Jerónimo Grimaldi, ministro de Carlos III, a Bernardo Tanucci. En: Riera J. Los comienzos de la inoculación de la viruela en la España ilustrada. Med Hist [Barc] 1985 [Tercera época]; 8:1-16).

Prólogo. La viruela

Si hay una enfermedad de la que con rigor puede decirse que ha pasado ciertamente a la historia es, precisamente, la viruela. Un médico joven o, incluso, de mediana edad activo en la actualidad, nunca se ha topado ante un paciente con viruela. Uno de los mayores logros de la humanidad, obra de muchos médicos héroes y benefactores, ha sido la erradicación de la viruela, un mal que asoló la humanidad durante siglos. La introducción de la vacuna de la viruela gracias a Edward Jenner (1749-1823) y a los que creyeron en él, permitió ir acorralando poco a poco la enfermedad. Un tratado de Pediatría, como el celebérrimo Fanconi & Wallgren, editado unos años antes de su erradicación, dedicaba apenas dos páginas y media a esta temible viriasis y otro tanto a la vacunación(1) (Fig. 1).

Figura 1. “Lactante con viruela. Obsérvese el contraste con la varicela en la uniformidad del aspecto de las eflorescencias, todas en el estadio de vesículas umbilicadas (Dr. Perabo, Kabul)”(1).

Una espléndida descripción de lo que supuso la viruela fue muy bien realizada por Wilhelm von Drigalski (1871-1950) en su libro Hombres contra microbios. “De tierras lejanas, por lo general de Oriente, vinieron gentes que habían viajado por espacio de casi dos semanas. Llegaban perfectamente sanas, pero de repente enfermaban de gravedad y perdían toda noción de sí mismas, entre dolores y delirios febriles. Se reponían pronto, y luego les sobrevenía una curiosa erupción: se les llenaba la cara de máculas y pústulas, y reaparecía la fiebre. Cuando no morían, pasaban semanas hasta que llegaba el restablecimiento, pero quedaban marcadas: sus cicatrices persistían para siempre, y podían darse por contentas si no habían perdido la vista o el oído, o si el corazón continuaba intacto. Sin embargo, muchos no llegaban a contarlo.

No era como la peste, con sus dolorosos bubones, pero sí una pestilencia grave, gravísima. ¡Pobres de aquellos que tenían que cuidar a los pacientes o siquiera aproximarse a ellos! También estaban amenazados de la misma suerte y, a menudo, parecía que la epidemia volase con los vientos por todo el país. Así había ocurrido ya en China mucho antes, cuando en Europa nada se conocía de esa ‘historia’ y en la India remota, donde la enfermedad, ostensiblemente fatal, tenía incluso una diosa, la gran Mariatala o Patragali, y nadie estaba seguro de escapar a su cólera, en particular los inocentes niños. Debía de ser, sin duda, muy poderosa, y de su enojo o benevolencia dependía mucho, en todo caso. Quienes gozaban de su favor, padecían simplemente fiebre, dolores, se llenaban de vesículas, pero al cabo de unas semanas volvían a estar perfectamente sanos, más aún que los no atacados: estos habían de contar con caer enfermos gravemente un día u otro y hasta con morir, y solo para la mitad quedaban probabilidades de salvar la vida. Los restablecidos, en cambio, habían resistido la prueba con beneplácito de los dioses; ya no enfermaban de nuevo, y si esto ocurría pasado largo tiempo, no era corriente que padecieran gran cosa. Se quedaban con sus cicatrices… así señalados, el destino los trataba con miramientos la segunda vez.

Pero ¡ay de aquellos que hubiesen suscitado la cólera de la divinidad! No podían ponerse en contacto con los enfermos y, a veces, bastaba que se acercaran a ellos para enfermar. Si abrigaban la pretensión de que nada podía sucederles, pronto tenían que reconocer que se habían equivocado. El hermoso niño del hombre rico empezaba de pronto a sentir violentos escalofríos, aunque hiciese mucho calor, tanto que hasta el sari de seda, recamado de oro, parecía molestarlo. Fuertes accesos de dolor sacudían su esbelto cuerpo, y, sobre todo, la región lumbar le dolía de un modo insufrible. Le consumía la fiebre, y, sin embargo, tiritaba de frío. Tuvo que vomitar, como si hubiese ingerido un veneno, y luego se sintió mejor. ¿Es que la diosa le era propicia? ¿Debería bañarse en el Ganges, el río sagrado? Ya no pudo hacerlo. Le brotó una densa erupción en la cabeza, en el tronco y en los miembros; las pápulas se hicieron vesículas, y no tardó en cubrírsele todo el cuerpo de botones amarillos, a la manera de un escudo abollado. La fiebre siguió subiendo, y se le perturbaron los sentidos. El muchacho, que nunca había tenido miedo, se figuraba estar en una estufa encendida y solicitaba que le sacaran de ella para no abrasarse. Se le hincharon los ojos y poco a poco se fue debilitando, hasta que su voz, apagada y enronquecida, se hizo ininteligible. No era capaz de gritar, aunque le torturaba el dolor y creía asfixiarse.

Aquello era la viruela negra. Muchos hubieron de perder así la vida y numerosas casas quedaron vacías; las aldeas se despoblaban y, a menudo, solo una mitad de los vecinos lograron escapar al furor de las potencias infernales. En realidad, una familia no podía contar sus hijos hasta que no habían superado felizmente la dura prueba”(2).

La inoculación, variolización o inserción de las viruelas

Como se ha indicado unas líneas más arriba, desde antiguo se había observado que quienes supervivían a la viruela, no la contraían de nuevo o padecían formas leves cuando se presentaba de nuevo la epidemia. Mucho antes de la llegada de la vacuna de Edward Jenner, los seres humanos crearon una técnica preventiva con la intención de no contraer o de, al menos, evitar la mortalidad por la viruela. Consistía simplemente en la inoculación de pequeñas cantidades de la secreción de las vesículas de un enfermo; era una época en la que, por supuesto, no se sabía que contenían el virus variólico. El objetivo era producir deliberadamente una forma de infección leve e intentar crear resistencias contra la enfermedad para quedar más tarde preservados de ella, al menos, de sus formas graves. Esta metodología se generó cuando no se sabía absolutamente nada de los mecanismos de la inmunidad. ¿Cómo surgió el concepto? ¿Quién lo sabe? El caso es que es probable que se ideara en los lugares donde la enfermedad era más manifiesta y que se extendió a otras poblaciones. Los expertos en el tema mencionan que esa técnica se practicó en China durante siglos y que desde allí se extendió a otros lugares como Abisinia, el Indostán, Georgia, Grecia y Turquía.

La técnica de la inoculación variaba según los lugares. El método chino consistía en la introducción en las fosas nasales de hilas impregnadas en costras variolosas recogidas el año anterior y conservadas con hierbas medicinales y almizcle en cajas de porcelana selladas con cera aunque, también, hemos leído que se practicaba la insuflación de pus seco por la nariz de niños y adultos(3). Los brahmanes de la India humedecían las hilas en el agua del Ganges antes de aplicarlas. En Grecia y Turquía, la operación se practicaba con una aguja triangular y se ataba una cáscara de nuez encima de la parte dañada(4). En el país de las bellas circasianas, para que la viruela no desfigurase con sus hoyos a las niñas, se rascaban levemente varios puntos de la piel con agujas y las frotaban con hilas preparadas en un pus viejo de un año. Aubry de la Mottraye visitó el territorio Circasia situado al noreste del Mar Negro. En su libro Viajes describió “a sus habitantes como los más atractivos del mundo, a la vez que se maravillaba con cierta malicia que sus vecinos inmediatos sean los más feos… Al avanzar entre las montañas y no ver a nadie que padeciera viruela, pensé en preguntarles si tenían algún secreto para protegerse de los estragos que ha causado ese destemple en muchas otras naciones. Me informaron de que ello obedecía en gran medida a que la inoculaban, así que quise que me contaran cómo, y me dieron explicaciones suficientes para comprenderlo sin ver la operación”(3).

“Cuando el método llegó a Europa en el siglo XVIII, ciertos inoculadores, queriendo impresionar a los que presenciaban la operación, hacían en brazos y muslos verdaderas heridas que, a menudo, degeneraban en llagas y úlceras”(4), amén de la prescripción de dietas alimenticias sin sentido y otros procedimientos como sangrías y purgas. Inocular con una aguja era un método más sencillo y ventajoso porque, para manejar la lanceta la presencia de un cirujano era imprescindible, mientras que bastaba la presencia de la madre del niño o de un pariente cuando se usaba la aguja.

Los primeros introductores de la técnica fueron Emanuele Timoni y Giacomo Pylarini, quienes en 1713 y 1715 divulgaron en el entorno científico europeo su aplicación como terapia preventiva. En 1721, la esposa del embajador inglés en Estambul, Lady Mary Wortley Montagu (1689-1762) (Fig. 2) la introdujo en Inglaterra, acompañada por el cirujano de la familia, Maitland, quien había realizado la operación a un hijo del matrimonio con excelentes resultados, en Turquía. La princesa Carolina, esposa del príncipe de Gales, estuvo presente junto a médicos de la corte y la Royal Society cuando Maitland inoculó a otro hijo de Lady Mary. Decidieron entonces probar públicamente el método, en lo que se ha denominado Royal Experiment on Immunity, un ensayo con seis reos condenados a muerte de la cárcel de Newgate que se celebró el 9 de agosto de 1721. Todo ello, a cambio de su libertad. Tras el éxito de la prueba, en abril de 1722 se inoculó a los hijos de la princesa de Gales. El método se fue introduciendo lentamente en el resto de Europa.

La inoculación en España

Con la introducción de la variolización en España se podría escribir todo un tratado sobre la indefensión de los seres humanos ante el agente de la viruela y el dilema de la aceptación o no de un método preventivo en el que se utilizaba el propio virus causal, si bien en dosis muy reducidas. Se han publicado en España varios trabajos exhaustivos sobre el tema escritos por varios historiadores(4-9), por lo que no es necesario repetir ahora sus observaciones. En la brillante revisión realizada por Paula de Demerson a partir, especialmente, de lo publicado en La Gaceta de Madrid desde 1771 a 1799, se recordaba que “el Padre Sarmiento (1695-1772), fraile benedictino asesor y consejero del Padre Feijoo (1676-1764) afirmó que desde tiempo inmemorial usaban la inoculación los aldeanos de Lugo, aprendida de los celtas, godos o galos…” Al parecer, “el precursor de la inoculación de las viruelas, fue D. Mariano Victoria, cirujano de Riaza (Segovia) que ya la instauró en 1728… probó el método primero en su hijo, luego en 180 personas; ninguna falleció. También consta que en Jadraque (Guadalajara) el cirujano del pueblo, D. José Sánchez de Caseda, empezó a ponerla en práctica por los años 1730-1733”(4).

Es llamativo que del texto citado no existe ninguna nueva referencia hasta 1763, es decir, treinta años sin mención alguna sobre el tema(4). El clima de discusión durante todo el siglo XVIII fue intenso. La polémica se sostenía no solo entre científicos sino, incluso, entre clérigos, pasando así del campo médico a la opinión pública. Por un lado estaban los proinoculadores, en su mayoría profesionales de prestigio formados en el exterior, como José Santiago Ruiz de Luzuriaga en el País Vasco(9), Francisco Salvá y Campillo en Cataluña y médicos de origen irlandés afincados en España, como Bartolomé O’Sullivan, Miguel Gorman o Timoteo O’Scanlan. Carlos III (1716-1788), al igual que su predecesor Felipe V (1683-1746), mantuvo una postura contraria a la variolización, acorde con la sostenida desde el Protomedicato. Desde un principio, manifestaron su oposición radical a la técnica dos médicos de la Corte, Antonio Pérez de Escobar (1723-1790) y Joseph Amar. Asimismo, fueron notorias las dificultades para obtener licencia de impresión de los libros escritos por Francisco Rubio (Disertación sobre la inoculación de las viruelas, 1768) y por Manuel Santos Rubín de Celis (1743-1809) (Historia de la inoculación de las viruelas, 1772).

En su trabajo, de Demerson recogió más de cien anotaciones y referencias sobre la inoculación y sus consecuencias en distintas localidades españolas, desde 1763 hasta el año 1800. No faltan, además, las citas sobre su práctica en el Nuevo Reino de Granada en la actual Colombia (Papoyán) y en Méjico (Durango)(4).

El médico de origen irlandés Timoteo O’Scanlan (1726-1800) publicó varios textos y numerosos artículos de prensa, en los que indicó la idoneidad de una práctica que se inició de forma algo tardía en nuestro país. Aceptado como miembro de la Real Academia Médica de Madrid en noviembre de 1778, leyó su discurso de ingreso en abril de 1779. El texto, que constituye la primera aproximación de O’Scanlan a la inoculación que venía practicando con éxito desde 1771, fue incluido con algunas modificaciones y sin citar la fecha de redacción en su primera obra, Práctica moderna de la inoculación (1784)(7). Rumeo de Armas citó que O’Scanlan fue “el verdadero paladín de la variolización en España”(5).

“1792. Madrid. El Dr. O’Scanlan inocula las viruelas a 63 criaturas, niños y adultos (desde los tres meses de edad hasta los 22 años), hijos la mayor parte de consejeros y personas visibles. Todas las pasaron benignas y, en contacto con virolentos, no se contagiaron de nuevo. Algunos caquécticos, pálidos y endebles, de resultas de la operación, quedaron fuertes y robustos”(4).

La incertidumbre se apoderó de la Administración que no se atrevió a realizar una campaña informativa sobre la conveniencia de esta práctica inmunológica. En los últimos años del mandato de Carlos III aparecieron publicaciones favorables a su práctica procedentes de otros países. Vicente Pérez Moreda ha indicado que posiblemente la aguda mortalidad desencadenada por la viruela en los últimos años de la década de los 60, dispuso el ánimo más favorablemente a la inoculación a partir de 1771(10). Tan solo en noviembre de 1798, con un amplio desfase, Carlos IV (1748-1819) ordenó que en todos los hospitales, hospicios y casas de misericordia se pusiera en práctica la inoculación. Todo ello, después de que durante el siglo XVIII y durante el mandato borbónico, fallecieran a causa de la viruela el rey Luis I (1707-1724), el infante Felipe de Borbón (1720-1765) Duque de Parma e hijo de Felipe V, el hijo de Carlos III, el infante Gabriel (1752-1788), y su esposa, Mariana de Portugal (1768-1788), sin contar los afectados por la enfermedad como, por ejemplo, la infanta María Luisa (1782-1824), hija del propio rey Carlos IV(11).

Duro Torrijos y Tuells revisaron en 2016 el número de libros editados en España, tanto de carácter médico como textos de otras materias que trataban acerca de la inoculación como medida preventiva a lo largo del siglo XVIII. El monto ascendía a un total de 90. La polémica sobre la inoculación, desde el punto de vista de las publicaciones, se intensificó durante la década de 1780, en la que se registró el mayor número de obras editadas (n = 31). De ellas, el 61 % resaltaban los beneficios derivados de su práctica(8).

Es digna de mencionar la postura prudente sobre la variolización por parte del célebre médico de la época Andrés Piquer Arrufat (1711-1772)(12) (Fig. 3). Este, consideraba “que la inoculación como remedio preservativo generalizado, no conviene que se ejecute. La inoculación, dice, produce un daño cierto y el mal que pretende precaver es incierto, dudoso. No ofrece una seguridad absoluta y por eso tiene muchos detractores… En casos de filosofía y medicina, la prudencia y la tardanza son muy útiles y la sobrada precipitación muy peligrosa. Pero, la inoculación de viruelas en tiempo de epidemia maligna y pestilente puede ser un remedio precautorio de mucha utilidad… La experiencia demuestra que la inoculación produce benignidad de viruelas y puede salvar muchas vidas en tiempo de epidemia, ya que la medicina no alcanza otro preservativo en aquella cruel dolencia”(4).

Figura 3. Estatua dedicada a Andrés Piquer Arrufat ubicada en el Paraninfo de la antigua Facultad de Medicina y Ciencias de la Universidad de Zaragoza. Disponible en: http://turismofornoles.es/andres-piquer/.

La inoculación en las Islas Canarias

Por cuestión de residencia de uno de los autores, para terminar este capítulo hemos querido repasar someramente el desarrollo de la inoculación en Canarias. Las Islas fueron alcanzadas por reiteradas epidemias de viruela a lo largo del siglo XVIII, aunque no produjeron mortandades elevadas. Luis Cola Benítez (1911-1999) relató la existencia de brotes en Santa Cruz de Tenerife en 1709, 1720, 1731, 1744, 1759, 1780, 1788 y 1798(13). No escapó a este azote Santa Cruz de la Palma, al menos, en tres ocasiones, 1720, 1759 y 1787-1788(14). Lope Antonio de la Guerra y Peña (1738-1824) (Fig. 4) escribió en sus Memorias que “la inoculación se empezó a introducir en esta Isla el año de 59, por un médico inglés que la executó (sic) con feliz suceso en el dicho Puerto de la Orotava”(15). Al parecer, viajaba a bordo de un barco que se encontraba en tránsito(13).

Figura 4. Lope Antonio de la Guerra y Peña. Disponible en: https://www.rseapt.es/es/historico-de-directores/item/136-d-lope-antonio-de-la-guerra-y-pena.

La epidemia de 1780 fue relatada por de la Guerra y Peña: “Habiendo venido en el Correo, que llegó en 3 de Junio, uno que traía viruelas, no obstante que se tuvo la precaución de que no viniese a tierra no se tuvo la bastante para que no fuese a bordo alguno a quien no le huviesen (sic) dado, y con prontitud se empezó a comunicar el contagio en el lugar de Santa Cruz, aunque muy suave a los principios, de modo que se dudaba si eran verdaderas viruelas o las que llaman locas, pero luego que se fueron extendiendo se comenzaron a conocer sus efectos con más gravedad. A principios de agosto empezaron a comunicarse en esta Ciudad –La Laguna– por algunos que fueron a Santa Cruz, y con una rapidez grande se fueron aumentando de modo que en el mes de septiembre contaba el médico Don Carlos Yáñez más de mil enfermos que cuidaba. En este mes estaba tal la Ciudad, que en las funciones del Santo Christo (sic) de la Laguna y de Nuestra Señora de los Remedios que son de las más asistidas, no se vio gente y estaban las iglesias casi desiertas; pues unos por enfermos y otros por cuidar de estos estaban ocupados, y fue necesario que en estas solemnidades sirviesen los capellanes de monaguillos. Havían (sic) pasado 21 años sin introducirse en esta isla, y así casi la mitad de la población no las havía (sic) tenido, y era peligrosa en las mugeres (sic) preñadas… Duraron en esta Ciudad hasta principio de noviembre que han sido tres meses de tarea. Aunque no se ha podido formar exacta cuenta de los muertos, se sabe que, incluyendo los Campos de la Jurisdicción, han pasado de 300. Dícese que en Santa Cruz murieron 240, número mucho menor que en las últimas, no obstante de haber pasado más años y haberse aumentado la población: en otros lugares también han muerto casi con la misma proporción… La Sociedad de Amigos del País, compadeciéndose de algunos pobres faltos de quien los recogiese puso una casa en que se curó a algunos concurriendo los socios con su caudal y asistencia a este fin, durando hasta principio de noviembre en que se repartieron las camas y demás cosas del uso con pobres… En la Ciudad se inocularon los hijos de las personas de más conveniencia, y se experimentó que no hacían tanto estrago… En La Orotava se inocularon muchos, y lo mismo en su Puerto, donde Don Bernardo de Cólogan puso casas, les atendió y dio hasta varas de lienzo etcétera”(15).

Unos años después, el 9 de diciembre de 1803 llegaría al puerto de Santa Cruz de Tenerife la goleta María Pita con la Expedición filantrópica de la vacuna, viaje científico dirigido por el médico Francisco Xavier Balmis(16), pero esa es ya otra historia.

Epilogo

La inoculación se reveló como un arma de doble filo. El inoculado, excepto casos contadísimos, se salvaba y decenas de millares de individuos, niños y adultos, se aprovecharon de esa forma de profilaxis. Pero las viruelas artificiales eran contagiosas y, a veces, funestas para las personas cercanas a los inoculados. Un inoculado en libertad era un nuevo foco de contagio que podía infectar a otras personas. El error consistía en no dejarlos confinados hasta la completa desaparición de las pústulas. “Francisco Gil, cirujano del Real Sitio de San Lorenzo y de la Real Familia opinaba que convenía tratar a los virolentos con las mismas cautelas que los apestados, por la secuestración y la más severa incomunicación”(4).

Es sugestivo recordar que el médico tinerfeño Juan Perdomo fue el introductor de la inoculación antivariólica en Venezuela. Después de obtener su título por parte del Real Protomedicato el 22 de octubre de 1762, regresó a Canarias y comenzó a ejercer su profesión junto con su padre que era médico de su pueblo, Garachico. Seguramente, aprendió de él la nueva técnica. En 1765, embarcó hacia La Guaira. Al llegar a Caracas se encontró con la ciudad arrasada por una epidemia de viruela que producía una elevada mortandad desde hacía tres años. Al parecer, vacunó a más de cinco mil personas pertenecientes a todos los estratos de la sociedad venezolana(14).

En el magnífico capítulo dedicado a la viruela del libro Cuerpos extraños escrito por Simon Schama, se describe de forma muy amena las discrepancias entre un grupo de médicos ingleses, franceses e italianos e, incluso, el célebre Voltaire que propulsaron la inoculación durante el siglo XVIII y los médicos y teólogos contrarios a la misma(3).

Bibliografía 

1. Wahlquist B. Enfermedades infecciosas. Viruela. En: Tratado de Pediatría (ed. esp.). Fanconi G, Wallgren A, eds. Madrid: Ediciones Morata; 1967. p. 592-4.

2. von Drigalski W. Viruela negra. En: Hombres contra microbios. La victoria de la humanidad sobre las grandes epidemias (ed. esp). Barcelona: Editorial Labor; 1960. p.43-52.

3. Schama S. La cicatriz fresca y amable. En: Cuerpos extraños. Barcelona: Debate; 2024. p. 37-84.

4. de Demerson P. La práctica de la variolización en España. Asclepio. 1993; 45: 3-39.

5. Rumeu de Armas A. La inoculación y la vacunación antivariólica en España Valencia: Editorial Saber. 1940.

6. Riera J. Los comienzos de la inoculación de la viruela en la España ilustrada. Med Hist (Barc). 1985 [Tercera época]; 8: 1-16.

7. Tuells J. Sobre la utilidad, seguridad y suavidad de la inoculación (1779). Discurso de Timoteo O’Scanlan (1726-1795) en la Real Academia de Medicina. Vacunas 2014; 15: 63-8.

8. Duro Torrijos JL, Tuells J. Una biblioteca de la inoculación contra la viruela en la España del siglo XVIII. Vacunas. 2016; 17: 64-9.

9. Gorrotxategi Gorrotxategi P. Inoculación-vacunación. Los Ruiz de Luzuriaga y la Bascongada de Amigos del País en su lucha contra la viruela. En: Retazos de la historia de la Pediatría en Bilbao. Cuadernos de Historia de la Pediatría Española, nº 9. Madrid: Asociación Española de Pediatría; 2015. p. 6-13.

10. Pérez Moreda V. Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI-XIX. Madrid: Siglo XXI de España Editores. 1980.

11. Tuells J, Duro Torrijos JL. Las Reales viruelas, muerte e inoculación en la Corte. Vacunas. 2012; 13: 176-81.

12. Piquer y Arrufat A. Dictamen sobre la inoculación de la viruela. Madrid. 1766.

13. Cola Benítez L. Santa Cruz bandera amarilla. Epidemias y calamidades (1494-1910). Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 1996.

14. de Bétencourt Massieu. Inoculación y vacuna antivarólica en Canarias 1760-1830. V Coloquio de Historia Canario-Americana: (1982), vol. 2. Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, Casa de Colón; 1985. p. 280-307.

15. de la Guerra y Peña LA. Memorias. Tenerife en la segunda mitad del siglo XVIII. Las Palmas de Gran Canaria: Ediciones del Cabildo de Gran Canaria. 2002.

16. García Nieto V. El barco de la viruela. La escala de Balmis en Tenerife. Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea. 2004.

 

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