Historia de la Medicina y la Pediatría |
V.M. García Nieto*, M. Zafra Anta**
*Coordinador del Grupo de Historia de la Pediatría de la AEP. Director de Canarias Pediátrica. **Servicio de Pediatría del Hospital Universitario de Fuenlabrada. Miembro del Grupo de Historia de la Pediatría de la AEP
Pediatr Integral 2024; XXVIII (5): 345.e1 – 345.e8
Enfermedades pediátricas que han pasado a la historia (22). La tuberculosis en la infancia en la posguerra española. Publicaciones sobre el tema en dos revistas pediátricas nacionales
A los infectólogos pediátricos de Gran Canaria
Abián Montesdeoca Melián y Martín Castillo de Vera
El 24 de marzo de 1882, Robert Koch presentó sus hallazgos sobre la causa de la tuberculosis en la Biblioteca del Instituto de Fisiología de Berlín. “Cuando terminó su discurso hubo un gran silencio. . . con admiración se acercaban a Koch y estrechaban su mano”. Juan José Fernández Tejeiro. El médico de los microbios. Robert Koch. Tres Cantos (Madrid): Nivola, 2008
Prólogo
La tuberculosis ocupa un lugar excepcional en la historia de la medicina humana. En todas las épocas ha sido una de las principales causas de enfermedad y muerte. Todos los adelantos de exploración, diagnósticos, terapéuticos y preventivos, surgidos durante décadas, se fueron incorporando en el intento de conocer y, luego, dominar al agente causal. Baste recordar someramente las aportaciones sucesivas realizadas por la percusión torácica (Leopold Auenbrugger, Jean Nicolas Corvisart), la auscultación (Laënnec), la bacteriología (Robert Koch), la radiología (Wilhelm Conrad Roentgen), la vacunología (Albert Calmette, Camille Guerin) o la farmacología (Albert Schatz, Selman Waksman), por ejemplo.
Se trata de una enfermedad cuya presencia ha sido constante en la historia de la humanidad. Se han encontrado sus huellas en restos humanos procedentes del Neolítico y de momias egipcias y es posible leer su presencia en textos de la medicina clásica. Así, Areteo de Capadocia recalcó la fiebre vespertina, la sudoración y la laxitud que acompañan a la enfermedad y señaló, asimismo, la utilidad del examen del esputo. Galeno, contemporáneo de Areteo, “consideró la tisis como una enfermedad debida a una ulceración del pulmón que cursaba la mayoría de las veces con hemoptisis, signo patognomónico de esta afección, dolor torácico, tos, expectoración y fiebre”(1). “Se puede asegurar que la enfermedad alcanzó su máxima incidencia en Europa entre 1780 y 1880; es decir, durante cien años marcados por el desplazamiento masivo de campesinos a las ciudades en busca de trabajo en sus fábricas. La tuberculosis se convirtió en la enfermedad que más víctimas causaba entre los adultos jóvenes. Afectaba sobre todo a la clase pobre, obligada a soportar largas jornadas de trabajo en lugares húmedos y mal ventilados y a vivir hacinada en lugares insalubres. El tuberculoso se convirtió en un ser peligroso, en un marginado social cuyo contacto había que evitar”(1).
Los primeros datos que conocemos sobre la posibilidad de la contagiosidad de la tuberculosis en España, se refieren a las disposiciones tomadas en Barcelona en el siglo XII, prohibiendo el desembarco de los esclavos abisinios afectos de enfermedad motoca, la tisis y, en el siglo XVIII, a la publicación de ordenanzas tendientes a evitar el contagio(2). Hace unos años pudimos comentar un trabajo fechado en 1882, en el que se podía leer que “la tuberculosis no es contagiosa”(3), lo que dejó de sostenerse cuando Robert Koch identificó el agente causal.
El ciclo biológico de Mycobacterium tuberculosis incluye su transmisión de persona a persona, generalmente por vía aérea. Habitualmente, esto ocurre a través de la expectoración de los enfermos, pero se requiere que ocurra con frecuencia, durante periodos prolongados de tiempo y que tenga lugar el contacto de forma persistente. Estas condiciones se cumplen en situaciones de hacinamiento y pobreza(4). En el libro de Jules Comby (1853-1945), publicado en España en 1907, un texto muy utilizado por los pediatras españoles del primer tercio de siglo, podía leerse que “la tuberculosis pulmonar no es hereditaria; si lo fuera, se la encontraría frecuentemente en los recién nacidos hijos de padres tuberculosos, siendo así, por el contrario, que son contadas las observaciones de tuberculosis fetal; en realidad, en la inmensa mayoría de los casos es el contagio lo que explica la tisis pulmonar. El contagio puede ser familiar, y donde se realiza fácilmente es en las grandes ciudades: tiene por puerta de entrada el árbol respiratorio y resulta de la inhalación de los esputos desecados y pulverizados, cuyos detritus se mezclan con las impurezas del aire que respiramos”(5).
La tuberculosis puede afectar prácticamente a todos los órganos y tejidos. Los focos exógenos están limitados a los órganos que poseen una cubierta o revestimiento epitelial, al paso que la tuberculosis de los tejidos que no tienen contacto con el exterior es necesariamente hematógena y linfógena y procede de un foco preexistente. Los síntomas de cualquier lesión tuberculosa pueden ser muy variados y simular otras muchas entidades. Al establecer el diagnóstico diferencial de la mayoría de infecciones crónicas y de muchas agudas, hay que considerar la posibilidad de la tuberculosis. A la infección tuberculosa intratorácica corresponden como mínimo el 90 % de los casos diagnosticados de infección tuberculosa en niños (Figs. 1 y 2).
Figura 1. Curso de la primoinfección en un niño de siete meses: a) Siembra miliar de grano mediano. Tratamiento inmediato con estreptomicina; b) Dos meses y medio después, la siembra miliar ha desaparecido casi por completo. En el territorio del foco primario se observa una sombra difusa que parece una atelectasia; c) sin embargo, la tomografía muestra la existencia de una caverna” En: Lind J. Tuberculosis. Tratado de Pediatría (ed. esp.). Fanconi G, Wallgren A, eds. Madrid: Ed. Morata. 1971, tomo II, p. 640.
Figura 2. Atelectasia de los lóbulos medio e inferior derechos secundaria a linfadenitis tuberculosa traqueobronquial y lesión granulomatosa endobronquial”. En: High RH. Tuberculosis. Tratado de Pediatría (ed. esp.). Nelson W, Vaughan III VC, McKay RJ, eds. Barcelona: Salvat Eds. 1971, tomo I, p. 604.
Se afectan constantemente el parénquima y los ganglios linfáticos, aunque no siempre se descubren estos focos por examen clínico o radiográfico. La presencia de nódulos en los tejidos (tubérculos) es lo que impulsó a cambiar progresivamente el termino original de tisis (voz tomada del latín phthisis –consunción– y esta, a su vez, del griego phthísis –extinción, decadencia–) por el de tuberculosis.
No es el objetivo de este trabajo escribir acerca de los diversos aspectos de esta enfermedad. Para ello, sería necesario un amplio tratado. Bastarán unas pequeñas anotaciones sobre esta entidad antes de entrar a tratar el verdadero objetivo de este manuscrito.
La tuberculina y la BCG
En 1882, el médico y científico alemán Robert Koch (1843-1910) descubrió el agente causal de la tuberculosis. Mientras intentaba desarrollar una vacuna contra esta enfermedad, su observación de una reacción cutánea asociada, condujo a la identificación de una hipersensibilidad retardada o inmunidad mediada por células. En el Congreso Médico Internacional de Berlín de 1890 presentó la tuberculina, que había obtenido por ebullición, filtración y concentración de un cultivo de caldo de bacilo. No tuvo éxito como agente terapéutico específico para la tuberculosis. Con la nueva tuberculina, consistente en una suspensión con glicerina de bacilos triturados sin materiales solubles (1892), las expectativas terapéuticas quedaron totalmente defraudadas. La tuberculina y sus numerosas variantes proporcionaron, empero, una de las primeras aplicaciones de una reacción inmunológica destinada al diagnóstico de esta enfermedad infecciosa(6).
Ampliando el descubrimiento de la tuberculina por parte de Koch, el médico francés Charles Mantoux (1877-1947) describió en 1908, la técnica intradérmica para el diagnóstico de la tuberculosis. Siete años después, en 1915, von Pirquet (1874-1929), que sería especialmente recordado por sus contribuciones posteriores a la alergia, describió la prueba de rascado de introducción intracutánea de la tuberculina. Asimismo, se debe recordar la prueba percutánea de la pomada utilizada por el médico austriaco Ernst Moro (1874-1951) (Fig. 3). En este sentido, el mismo principio se adaptó con éxito para desarrollar pruebas cutáneas in vivo destinadas al diagnóstico de la difteria (prueba de Schick, 1913) y de la escarlatina (prueba de Dick, 1915)(7).
Figura 3. Prueba percutánea de Moro positiva (ref. de la figura 1, p. 626).
La historia de la vacuna del bacilo de Calmette-Guérin (BCG) es un buen ejemplo del triunfo de la tenacidad. Desde 1885, la vacunación contra el bacilo de Koch se había intentado repetidamente sin éxito. Albert Calmette (1863-1933) y Camille Guérin (1872-1961) se dedicaron a este problema a partir de 1905. Mediante un proceso experimental impecable, desarrollaron formas de atenuar la actividad patógena del Mycobacterium, utilizando sucesivas transferencias de cultivo, con lo que pudieron obtener una bacteria inmunológicamente activa que podía utilizarse como una vacuna atenuada, el bacilo de Calmette-Guérin (BCG)(7,8).
La vacuna BCG tuvo que competir en España con la vacuna anti-alfa creada por Jaime Ferrán y Clúa (1851-1929). Este autor “construyó una morfología compleja del bacilo tuberculoso en un ciclo evolutivo que contaría con hasta cinco formas diferentes denominadas con las primeras letras griegas”(9). La vacuna anti-alfa estaba formada por una mezcla de bacterias alfa y épsilon, ambas no ácido-resistentes. Solo se utilizaban aquellas bacterias alfa que en los cobayas se transformaban en bacilos de Koch. Ferrán presentó sus conclusiones en el Segundo Congreso Nacional de Pediatría celebrado en San Sebastián en 1923(10). Las ponencias y comunicaciones presentadas en esa Reunión han sido comentadas recientemente por el Grupo de Historia de la Pediatría de la AEP(11). Las primeras experiencias de inoculación con la vacuna anti-alfa tuvieron lugar en Alcira, Alberique (ambas en Valencia), Palma de Mallorca y en el Hospital de Niños Expósitos de Buenos Aires(11). En junio de 1927, una Real Orden recomendaba la utilización de la vacuna anti-alfa en los Centros Públicos de Beneficencia (asilos infantiles, inclusas y orfelinatos)(1).
La vacuna BCG se introdujo en España en 1924 gracias a la labor del tisiólogo catalán Lluís Sayé i Sempere (1888-1975), director del Servei d’Assistència Social dels Tuberculosos de Catalunya y uno de los expertos que intervino en la Conferencia internacional del BCG celebrada en 1928. En 1933, Sayé había realizado 10.000 inoculaciones en niños(1). Basado en su experiencia personal, se opuso frontalmente a las teorías de Ferrán. La muerte de este último en 1929 y los resultados positivos obtenidos con la BCG, redujeron el uso de la vacuna anti-alfa. En 1931, el gobierno de la República optó por emplear la BCG y, a partir de 1933, se vacunó con ella a todos los recién nacidos(1).
El pediatra sueco Arvid Wallgren (1889-1973) (Fig. 4) había vacunado desde 1927 a todos los niños nacidos en hogares en los que vivía algún tuberculoso.
Figura 4. Arvid Wallgren (1889-1973). En la imagen puede leerse el siguiente texto: “Fotografía dedicada a Acta Pediátrica Española”. Fotografía publicada en esa revista (1952, volumen 10, nº 114).
Propició la inoculación intradérmica. En 1933 pudo demostrar una disminución importante en la tasa de mortalidad en el grupo de niños de alto riesgo vacunados(1). Años más tarde, este autor sueco fue muy conocido en España, dado que junto a Guido Fanconi, fue coeditor del Tratado de Pediatría que muchos pediatras estudiamos al comienzo de los años setenta. Gracias a la difusión de la BCG se produjo un cambio drástico en la evolución de la tuberculosis en la infancia. A principios de los años sesenta, más de 400.000 niños habían sido vacunados en 46 países(7).
Artículos publicados sobre tuberculosis infantil en España entre 1943 y 1956
Un exponente de la alta tasa de tuberculosis en la infancia en la posguerra española, puede ser que fue la enfermedad infecciosa a la que se le dedicó un mayor número de manuscritos en las dos revistas nacionales pediátricas existentes en nuestro país en los años 40 y 50(12).
En la tabla I se mencionan los doce trabajos publicados sobre el tema por parte de autores españoles en Acta Pediátrica Española entre 1943 y abril de 1948. Esos trabajos trataban básicamente sobre ciertos temas, como meningitis tuberculosa, complicaciones óseas de la enfermedad, profilaxis y tuberculina.
En octubre de 1943, el estudiante de postgrado Albert Schatz trabajaba en el laboratorio de Selman Waksman con dos cepas bacterianas de Streptomyces griseus. Durante el desarrollo del denominado experimento 11, comprobó la eficacia de una nueva sustancia que era eficaz contra el Mycobacterium tuberculosis. Como consecuencia, se procedió a realizar las pruebas de toxicidad y eficacia en animales y los ensayos clínicos en humanos, en los que participaron los investigadores Horton Corwin Hinshaw y William Hugh Feldman de la Mayo Foundation(13,14). No obstante, todos los elogios, incluida la concesión del Premio Nobel, fueron exclusivamente para Waksman(15,16).
En las revistas nacionales antes mencionadas, entre mayo de 1948 y 1956, se publicaron alrededor de una cincuentena de artículos sobre la tuberculosis padecida en la edad pediátrica (Tabla II).
La razón de este incremento fue la posibilidad de utilizar la estreptomicina de forma efectiva (Tablas II y III), especialmente en el tratamiento de la meningitis tuberculosa, la reanudación de la vacunación con BCG y la disponibilidad de nuevos fármacos eficaces. Pronto se demostrarían los efectos secundarios de la estreptomicina; salvó muchas vidas a costa, en ocasiones, de efectos colaterales graves como la perdida de la audición.
Jürgen Lehmann (1898-1989) de Gotemburgo, se había interesado en unos trabajos previos sobre la acción de los ácidos benzoico y salicílico, que estimulaban la captación de oxígeno por parte de las cepas patógenas de Mycobacterium tuberculosis. Lehmann comenzó la búsqueda de posibles agentes inhibidores de estos ácidos y lo encontró en el ácido para-amino-salicílico (PAS) en el que comprobó su acción bacteriostática in vitro frente al bacilo de Koch(1). Aunque ambos fármacos se descubrieron en 1943, los ensayos clínicos y con animales del PAS precedieron a los de la estreptomicina(17). El PAS se ha descartado en las pautas de tratamiento modernos debido a sus efectos secundarios gástricos, pero estuvo disponible en un momento crítico para demostrar la utilidad de la terapia múltiple en la prevención de la resistencia bacteriana en el tratamiento de la tuberculosis(18). En España, parece que no tuvo mucho auge en población pediátrica, ya que solo aparece en el título de uno de los trabajos recuperados (Tabla II, Mingo de Benito JM).
Aunque el principio activo de la isoniazida o hidracida del ácido nicotínico se sintetizó en 1912, su efecto bactericida no se reconoció hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Se dispuso del fármaco para su uso terapéutico a principios de los años cincuenta(19,20) (Tablas II y III). “Los magníficos resultados obtenidos junto a su fácil administración, su bajo precio y la falta de toxicidad hicieron de la isoniazida un medicamento milagroso”(1).
En la tabla III se recogen los artículos escritos por autores no españoles sobre tuberculosis en la infancia, publicados en Acta Pediátrica Española y Revista Española de Pediatría entre 1948 y 1956. Solo uno de esos trabajos apareció en la primera de esas revistas; estaba firmado por Ettore Rossi (1915-1999) y Franz Perabo. Correspondía al texto de la conferencia dictada por este último en febrero de 1950 en la Sociedad de Pediatría de Madrid. El autor se admiró “de la estadística oficial española de 3.500 casos de meningitis tuberculosa que acababa de leer en la comunicación al Congreso Español de Pediatría del año pasado –Sevilla, 1949–, efectuada por los Dres. Revilla y Tolosa-Latour” (Tabla II). Quizás, en discrepancia con esa elevada cifra, el Dr. Perabo afirmó “que en su hospital, el Kinderspital de Zúrich, solamente se etiquetaban como meningitis tuberculosas aquellos casos en los que el bacilo de Koch era demostrable en el líquido cefalorraquídeo o con un experimento positivo con animales. En casos excepcionales, sin bacilo y a falta de autopsia, nos inclinaremos a admitir su carácter tuberculoso basándonos en las pruebas elocuentes de la tuberculina que hasta entonces eran negativas, el estado general, radiografías y especialmente basándonos en el criterio anatomopatológico”(21).
Los diecinueve manuscritos restantes mostrados en la tabla III se divulgaron en la Revista Española de Pediatría. Estaban firmados por autores tan sobresalientes como, por ejemplo, Robert Debré (1882-1978), Giovanni De Toni (1895-1973) (Fig. 5) o Arvid Wallgren (Fig. 4), antes mencionado. La razón de tal plétora de autores debía estar relacionada con los contactos internacionales del director de la revista Manuel Suárez Perdiguero (1907-1981) que fue catedrático de Pediatría de la Universidad de Santiago de Compostela desde 1948 hasta 1960. José Peña Guitián ha recordado que “los Cursos de ampliación organizados por Don Manuel se hacían una vez al año y a ellos acudían pediatras de toda España y, como docentes, las más destacadas figuras de la Pediatría española, europea e hispanoamericana” y que “por estos cursos desfilaron pediatras de la talla de Fanconi, Wallgren, Rossi, Bamatter, de Toni, Minkowski, Chaptal, Prader, Salazar de Sousa, Fonseca, etc.”(22). Seguramente, al menos, una parte de los artículos publicados en la Revista Española de Pediatría debían ser los textos de las conferencias dictadas en esos Cursos.
Figura 5. Manuel Suárez Perdiguero junto al profesor italiano Giovanni De Toni (1895-1973)(18).
En fin, como expresión de la frecuencia de la enfermedad en ese momento, queremos recordar que Don Manuel Cruz se doctoró en Medicina en 1953 con la tesis denominada “Electroencefalografía en la meningitis tuberculosa”(23).
La tuberculosis en la posguerra española. Estrategias oficiales destinadas a combatir la enfermedad
Durante la Segunda República, el Departamento de Estadísticas Sanitarias de la Dirección General de Sanidad a cargo de Marcelino Pascua, estudió la distribución por provincias de la mortalidad por tuberculosis en el quinquenio 1931-1935, como base para planificar la campaña antituberculosa en las distintas regiones españolas. Según este estudio, “España poseía una tasa de 133 muertes debido a la tuberculosis por 100.000 habitantes en el año 1931 y de 108 en 1935. La curva epidemiológica comenzó a elevarse en 1937 (tasa de 119), alcanzó su máximo en 1938, con una tasa de 129, y no recuperaría la tendencia descendente hasta 1951 en la que se situó en una tasa de 93”(24). Desde finales de 1937 y, especialmente tras el final de la Guerra Civil, tuvo lugar en España un repunte de la tuberculosis(25). La campaña antituberculosa fue una de las principales tareas sanitarias acometidas por el régimen franquista desde el inicio de la Guerra Civil (Fig. 6). Se intentó elaborar un proyecto destinado a implantar un Seguro Obligatorio contra la tuberculosis, cuya realización no fue posible y que desembocó en la implantación del Seguro Obligatorio de Enfermedad(24).
Figura 6. Sobretasa postal a favor de la lucha antituberculosa. Disponible en: https://filatelia-tematica.blogspot.com/2016/02/los-sellos-vineta.html.
El Plan Nacional de Erradicación de la Tuberculosis se inició en 1965. El objetivo fue vacunar con BCG a los tuberculino-negativos comprendidos entre 0 y 18 años de edad(26). Carlos Zurita, director del Patronato Nacional Antituberculoso, publicó que el Plan se cerró con un saldo de 9.650.000 pruebas de tuberculina y 8.800.000 vacunados, de los que 1.1500.000 eran recién nacidos y, al margen de los datos estadísticos, remarcó que el mayor éxito fue la desaparición de la meningitis tuberculosa(27).
Según María José Báguena: “el descenso de la mortalidad en España por tuberculosis supuso una reducción del 96,6 % en el periodo comprendido entre 1900 y 1978, mientras que su peso en el conjunto de las enfermedades pasó del 14,6 % al 10,5 % del total de la mortalidad infecciosa”(1).
Epílogo
A principios del siglo pasado, la enfermedad empezó a controlarse al mejorar las condiciones de vida en algunos países junto con el desarrollo de algunas técnicas quirúrgicas (toracoplastia, neumotórax artificial) y medidas preventivas (Fig. 7), como el aislamiento de los pacientes en sanatorios ubicados en altitud y soleados [helioterapia; no debe olvidarse que el bacilo de Koch se destruye por los rayos ultravioleta solares(28,29)] y la posibilidad de contar con la vacunación. La clave, no obstante, fue la aparición de fármacos activos contra la enfermedad. En 1947 se inició el empleo terapéutico de la estreptomicina y, en 1952, el de la hidracida del ácido nicotínico, con lo que se comprobó un descenso de la mortalidad en proporciones oscilantes entre el 30 y el 70 %. La conjunción de nuevos fármacos altamente eficaces (rifampicina, etambutol, pirazinamida) junto con la posibilidad de efectuar una quimioprofilaxis efectiva, hizo presagiar a principios de los años 80, que la tuberculosis podría llegar a erradicarse en el mundo industrializado. Empero, de forma inesperada, en 1985, en los EE.UU. se constató un aumento de nuevos casos en relación con la aparición del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), pero eso es ya otra historia.
Figura 7. Cartel de Ramón Casas (1866-1932). Una obra de arte dedicada a la prevención de la tuberculosis en Cataluña. Disponible en: https://auctionet.com/en/2920926-cartel-la-tuberculosi-amenaca-la-vida-i-la-riquesa-de-catalunya/images.
Uno de los autores de este capítulo (VMGN) cuando tenía seis o siete años de edad recibió tratamiento durante una buena temporada con “hidracidas”, supongo que por padecer una primoinfección tuberculosa. La prohibición de asistir al colegio me debió familiarizar con las aventuras del Guerrero del Antifaz y de Roberto Alcázar y Pedrín, así como de identificar los nombres de los futbolistas al ver los cromos por el reverso, pero eso, también, es otra historia.
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