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J.A. Marina
Catedrático de Filosofía. Director de la Universidad de Padres (UP)
Pediatr Integral 2013; XVII(7): 520-524
Límites, disciplina, castigos
El estado de la cuestión
Límites, disciplina, castigos es la tríada más conflictiva de la educación. Su cara más torva, que en el pasado siglo provocó encendidos e ideologizados debates. Por eso, es la que necesita una clarificación más cuidadosa. De una educación autoritaria se pasó a una educación permisiva. Durante siglos, la obediencia fue la virtud más alta en la familia, la escuela, la iglesia y la sociedad. Lo importante era “romper la voluntad del niño”. Todavía Durkheim consideraba que la primera misión de la escuela era inculcar el espíritu de disciplina (Durkheim, 2002). Como reacción, hubo una defensa a ultranza de la autonomía y la libertad como principales objetivos humanos. Françoise Dolto, una psiquiatra infantil que ejerció una inmensa influencia en la escuela francesa, sostenía que toda intervención educativa es castradora. “La educación debe fracasar, de lo contrario la autonomía del niño queda anulada”. Los padres se convierten en el enemigo potencial del niño, y lo mismo ocurrirá con todo educador. El niño debe decidir cuando irse a dormir. “El padre simplemente debe marcar las reglas: a partir de tal hora no hay que hacer ruido”. Debe comer cuando quiera y lo que quiera. Lo importante es tener una buena relación con el niño, y no inculcarle hábitos. Las madres deben saber, dice Dolto, que lavar a su hijo puede reducirle al estado de cosa. A los 16 meses no hay que lavarle. El se lavará solo, en su momento (Dolto, 1985). Lo importante era el bienestar del niño. Bien conocida es la influencia que tuvo la obra del Dr. Benjamin Spock y su libro Common sense Book of Baby and Child Care, publicado en 1946, en el que defendía una educación permisiva. Tras la Segunda Guerra Mundial había aparecido un nuevo ideal de infancia. Los niños que crecen en un mundo libre, por oposición a los totalitarismos son más felices. Se definía como bueno para el niño lo que era placentero. Los manuales presentaban el disfrute del bebé como el mayor logro a alcanzar. Las recomendaciones de antes de la guerra –austeridad, disciplina exigente, preocupación por los problemas de salud– se transformaron en una educación indulgente, durante los años 50 y 60. El 68 francés puso de moda el eslogan “Prohibido prohibir”. Por otra parte, apareció el tema de la autoestima: lo importante era que el niño no perdiera su autoestima, y con la disciplina, la corrección o el castigo parecía inevitable que la perdiera (Marina, 2009).
En los años noventa, la actitud permisiva comenzó a observarse con recelo. Se detectó la aparición de “niños tiranos”, y los expertos empezaron a ver los problemas producidos por una excesiva insistencia en la autoestima del niño. “Si los niños escuchan constantemente lo maravillosos que son (como una forma de aumentar su autoestima) llegarán pronto a darse cuenta de que no es cierto (no son tan perfectos), o se creerán que en efecto son tan magníficos (sin serlo realmente) o sencillamente desconectarán de esos mensajes”. Los datos no parecen apoyar las virtudes terapéuticas de la autoestima. “Los adolescentes que llevan a cabo los comportamientos antisociales más graves –añade Damon– suelen dar en los test una medida muy alta de autoestima” (Damon, 1995).
Un psicólogo tan partidario de la psicología positiva como Martin Seligman ha formulado también una dura crítica: “Los padres se esfuerzan por inculcar la autoestima a los niños. Esto puede parecer bastante inocuo, pero el modo en que lo hacen a menudo erosiona el sentido del valor del niño. Al hacer hincapié en lo que el niño “siente”, a expensas de lo que “hace” –aprender, perseverar, superar la frustración y el aburrimiento, abordar los obstáculos–, padres y profesores están haciendo a esta generación de niños más vulnerables a la depresión”. Viniendo de uno de los grandes expertos mundiales en depresión, la advertencia hay que tomársela en serio. Por otra parte, la insistencia excesiva en “hay que quererse mucho a uno mismo” está favoreciendo la aparición de un narcisismo egoísta (Seligman, 2003) . Otros expertos, como McKay y Fanning nos dicen que, si eliminamos toda disciplina para que el niño “se sienta bien”, estamos hundiendo su verdadera autoestima, que no consiste en evitar todo sentimiento desagradable o doloroso, sino en saber enfrentarse a ellos cuando lleguen. Parece que la educación permisiva no confiere más autonomía a los niños y adolescentes, sino que los hace más vulnerables (McKay y Fanning, 1987).
En España renace un movimiento permisivo, bajo la consigna: lo único que el niño necesita es amor. Sin embargo, hace ya mucho años, Juan Rof Carballo escribió un libro titulado Violencia y ternura, explicando la insuficiencia de la ternura para educar (Rof, 1987).
Las incertidumbres de los padres
El tema es, pues, importante y confuso. Con demasiada frecuencia se trata con más fervor ideológico que rigor científico. Por eso inquieta tanto. Robert Brooks, un especialista en este tema, profesor de la Harvard Medical School, y con un larga experiencia práctica, comenta que la “plétora de libros sobre este asunto escritos (y vendidos) demuestra su interés para los padres” (Brooks y Goldstein, 2001). A pesar de este interés, cunde la idea de que los padres no están cumpliendo bien sus funciones. Tony Wagner, codirector del The Change Leadership Group, de Harvard, tras revisar los estudios acerca de las preocupaciones de los docentes, afirma: “Ocho de cada diez docentes, consideran un serio problema que los padres fallen en poner límites y no se esfuercen en que sus hijos se hagan responsables de su conducta o de sus resultados académicos. Por su parte, la mayoría de los padres considera que no tienen los conocimientos suficientes para educar, porque es una tarea que resulta más difícil ahora” (Wagner, 2008). Según Russel Barkley, entre un 5 y 8% de los chicos americanos muestran conductas de indisciplina y de tipo negativista y desafiante de gravedad suficiente como para merecer un diagnóstico clínico. Y también añade que, a partir de los 12 años, es necesario contar con la ayuda de un especialista. Ya en 1996, Doll habló de que entre un 18 y un 22% de niños y adolescentes podían tener enfermedades mentales diagnosticables (Doll, 1994; House, 1999). Didier Pleux, un psicólogo clínico que ha estudiado el efecto de la educación permisiva, escribe: “Muchos padres no se atreven a mostrarse exigentes con sus niños, tienen miedo de entrar en conflicto con ellos. Se encuentran confusos y no osan afirmarse cuando se trata de regular los problemas de comportamiento. La autoridad, cuando se utiliza, se convierte en una fuente de dudas y de culpabilidad. No se sabe ya aplicar ciertas reglas inevitables. Se educa de puntillas. No se osa ser padres” (Pleux, 2006). Nauori, un famoso psiquiatra infantil francés, muestra también la confusión de esta época de transición. En su libro Padres permisivos, hijos tiranos, culpa de los serios problemas de comportamiento de los niños de hoy a la incapacidad de los padres para ejercer su autoridad, y a la ausencia del padre. Aboga por una educación autoritaria y critica el modelo democrático de crianza citando una frase que dice frecuentemente a los padres: “Si ustedes educan como demócratas a sus hijos es muy probable que más tarde se conviertan en fascistas, mientras que si los educan de una manera más o menos fascista, seguro que se convertirán en demócratas”(Naouri, 2005).
¿Qué podemos decir a los padres y docentes?
Me parece muy sensata la opinión de Terry Brazelton, un pediatra bien conocido: “Después del cariño, el sentido de la disciplina es lo más importante que los padres pueden ofrecer a un niño”. Sin embargo, es un tema que plantea cuestiones difíciles. La mayor parte de los padres saben que fijar límites es imprescindible, pero les resulta muy difícil hacerlo de forma eficaz. En los últimos 10 años los padres se han vuelto todavía más ambivalentes respecto de los problemas de límites de la autoridad. Muchos rechazan ser severos porque temen que sus hijos lleguen a no quererlos. O porque se acuerdan de haber sufrido en su infancia una autoridad excesiva y creen que toda disciplina se basa en el miedo, lo que, lógicamente, les repugna. Lo cierto es que los niños sienten que tienen necesidad de esa disciplina, e irán muy lejos para obligar a sus padres a fijar límites. Al final del segundo año, las provocaciones serán evidentes. Como escribe Selma Freiberg, un niño interpreta la ausencia de normas como una demostración de falta de interés y afecto por parte de sus padres (Freiberg, 2008). Tiene que saber que ciertos comportamientos no son aprobados por sus padres, y que otros, en cambio, sí lo son. “La seguridad que encuentra el niño en la disciplina es esencial, ya que, sin disciplina, no existen barreras. Los niños necesitan barreras, encuentran seguridad en ellas. Saben que son queridos cuando un padre se preocupa lo suficiente como para obsequiarles con una disciplina. La disciplina es enseñar, no castigar”, escribe Brazelton. “Alrededor de los ocho meses, el bebé hace algo mal sabiendo que podría no hacerlo. A medida que se va animando y haciendo uso de la nueva táctica, observa la reacción de sus padres, mirándoles a la cara y reconociendo así el descontento de ellos, el bebé esconde la cabeza hacia un lado, sonríe y arremete de nuevo” (Brazelton y Sparrow, 2005). Los padres –escribe Shapiro– tienen que poner límites claros a los niños para que puedan aprender el respeto a los demás. Los niños pequeños se sienten más seguros (aunque temporalmente furiosos) cuando queda claro que son los padres quienes están a cargo de la situación. Da varios consejos: 1) establecer claramente las reglas; 2) reconocer, definir y describir la mala conducta; 3) dar una advertencia (“Ana, esta es tu segunda advertencia”); 4) señalar inmediatamente una consecuencia para sus actos (“ahora te sentarás en el rincón como castigo”); y 5) no comprometerse emocionalmente en la situación (no dejarse llevar por el enfado) (Shapiro, 2002).
En un interesante libro sobre el modo de ayudar a niños con “complex needs”, Aumann y Hart afirman: “poner límites firmes puede ayudar a los niños a sentirse a salvo. Incluso aunque crea que no podría no funcionar, hágalo” (Aumann y Hart, 2009). Patrick Delaroche señala rotundamente que el niño tiene necesidad de límites para construirse. Es necesario prohibir. Sin embargo, menciona también lo difícil que resulta a los padres tratar con los niños desafiantes (Delaroche, 1996).
El objetivo de la educación
Para fijar una posición clara sobre el tema de los límites hemos de recordar el objetivo de la educación y sus fundamentos psicológicos. Hay buenas razones para afirmar que la educación debe fomentar la autonomía, la capacidad de decisión y la libertad en todas las personas. Pero hay que añadir que es preciso fomentar también la vinculación social, y el respeto a las normas de convivencia. Por eso, el modelo educativo que estoy proponiendo en esta sección , y que aplicamos en los programas de la Universidad de Padres, distingue bien dos aspectos: 1) la formación de los mecanismos psicológicos de la autonomía; y 2) la dirección de esas estructuras psicológicas por valores éticos, lo que hemos llamado “educación de las virtudes de la acción” (Marina, 2012). Ausubel, en su Psicología pedagógica, proporciona un buen análisis de la situación. “La disciplina es un fenómeno cultural universal que tiene importantes funciones en la formación de un individuo joven: 1) es necesaria para la socialización porque permite aprender normas de conducta; 2) es necesaria para la maduración de la personalidad; 3) es necesaria para la internalización de normas; 4) es necesaria para la seguridad emocional de los niños; y 5) En el aula es necesaria para regular eficazmente las actividades de clase” (Ausubel, 1983).
El primer objetivo, pues, es pasar del control exterior de la conducta (inevitable en el niño) al control interior, es decir, de pasar de la disciplina a la autodisciplina. El niño necesita límites y disciplina no para limitar su libertad, sino para hacerla posible. Tiene que aprender los mecanismos de autocontrol. Allan Sroufe, un prestigioso psicólogo infantil, escribe: “La tarea que ocupa los primeros años del niño es el paso de una regulación diádica, entre el niño y su cuidador, a una autorregulación del afecto” (Sroufe, 1996). Se trata de una tarea larga: “En contraste con la situación del bebé, a la que paradójicamente se denomina autorregulación guiada, en la edad preescolar se espera que el niño de nuestra cultura asuma un papel mayor en la autorregulación de sus emociones e impulsos. La tarea comienza conteniendo, modificando o redirigiendo los impulsos, aunque sea brevemente, sin una supervisión inmediata del adulto. Tienen que internalizar las normas para el control de la conducta y comportarse de acuerdo con estas normas, incluso inhibiendo impulsos poderosos”.
Kant tenía razón al decir que la disciplina nos hace seres humanos (Kant, 1983). Hay una perversión del lenguaje que ha convertido la palabra “disciplina” –derivada de “discere”, aprender– en un método punitivo. La disciplina es, ante todo, una parte de la pedagogía. Un niño aislado del resto de la humanidad no sabría liberarse de la tiranía del estímulo. La inteligencia humana se construye dialógicamente. El niño aprende a controlarse obedeciendo las órdenes de su madre. Al crecer, conserva la estructura dual de control (emisor de órdenes-receptor de órdenes), pero la mantiene dentro de sí mismo. Él es quien ordena y él quien obedece. Eso es lo que etimológicamente significa la palabra “autonomía”: el que se da reglas a sí mismo. El lenguaje adquiere un protagonismo esencial en este proceso. Con razón, Vigotski consideraba que el gran salto de la inteligencia se consigue mediante el aprendizaje social de los instrumentos para controlar nuestra conducta, en especial de los signos. “Un signo –escribió– es siempre originariamente un instrumento usado para fines sociales, un instrumento para influir en los demás y sólo más tarde se convierte en un instrumento para influir en uno mismo” (Wetsch, 1988).
Una de las formas de afianzar la autonomía es haciendo al niño capaz de afrontar el miedo. Ya he comentado en esta sección que hay niños que nacen con un temperamento miedoso –técnicamente se habla de una amígdala hiperexcitable. Un tercio de esos niños han perdido su timidez cuando entran en la guardería. “De la observación de estos niños, previamente temerosos –escribe Goleman– queda claro que los padres –y especialmente las madres– desempeñan un papel muy importante en el hecho de que un niño innatamente tímido se fortalezca con el correr de los años o siga huyendo de los desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad”. Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que a los seis meses de edad, las madres protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y le mantenían en sus brazos cuando estaban agitados o lloraban, y lo hacían más que aquellas otras que trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por sí mismo estos momentos de desasosiego. Al año de edad, la investigación demostró la existencia de una marcada diferencia. Las madres protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando ellos estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como, por ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse. Las otras madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían límites claros y daban órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño. A los dos años, estos niños se mostraron mucho menos propensos a llorar (Goleman). La conclusión de Kagan es la siguiente: “Parece que las madres que protegen a sus hijos muy reactivos contra la frustración y la ansiedad, esperando ayudar así la superación de este problema, aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando el efecto contrario” (Kagan, 1997). Desde el punto de vista de la psicología clínica, se insiste también en la necesidad de aprender a poner límites, Herbert propone un modelo de “disciplina positiva”, que consiste en enseñar a los padres: 1) cómo responder y elogiar los comportamientos positivos de sus hijos; 2) cómo poner límites; 3) cómo usar eficazmente la estrategia del tiempo fuera; 4) cómo utilizar el coste de respuesta, es decir, la retirada de reforzadores positivos en el caso de una conducta no deseada; y 5) cómo utilizar las consecuencias naturales y lógicas como sanción (Herbert, 2002).
En los últimos años, el tema del aprendizaje del autocontrol ha adquirido una enorme importancia. El asunto es de relevancia porque un déficit en autocontrol se relaciona con problemas de conducta, agresividad, crimen y violencia, consumo de alcohol y drogas, problemas emocionales, abandono escolar y problemas de convivencia (Baumeister y cols. 2007). Moffitt y cols. constatan que la necesidad de aplazar la satisfacción, controlar los impulsos y modular la expresión de las emociones, es la más frecuente demanda de las sociedades respecto de los niños. Por eso emprendieron el Dunedin Mustidisciplinary Health and Development Study. Siguieron a 1.000 niños desde el nacimiento hasta los 30 años, para comprobar el modo en que la capacidad de autocontrol influía a largo plazo. Comprobaron que el autocontrol medido en la infancia (antes de los 11 años) predice la salud, la riqueza y los índices de criminalidad a los 30. Por eso, la educación en el autocontrol es tarea prioritaria durante los primeros años, ya que las intervenciones son más eficaces que cuando se inician en la adolescencia (Moffitt y cols.).
La posibilidad de construir el autocontrol es especialmente importante para el parenting. Si los padres pueden suscitar el autocontrol en sus hijos evitan muchos problemas. “Consideramos que el modo de que los padres eduquen el autocontrol es una de las cuestiones prácticas más urgentes que debe acometer la investigación” (Peterson y Seligman, 2004).
Lo mismo dice Alain Caron en su interesante libro sobre la perseverancia, escribe: “Los cambios sufridos en los últimos decenios en la gestión de la autoridad parental han conducido a un debilitamiento de las reglas familiares. La noción de disciplina ha sido expulsada de la vida de muchos niños, lo que les ha hecho carecer de un ambiente propicio para cultivar el autocontrol. Jóvenes y menos jóvenes carecen, por lo tanto, de entrenamiento. La disciplina, que ha tenido una mala prensa en los últimos decenios, continúa siendo un componente esencial para la construcción del autocontrol, y por lo tanto, de la atención y de la perseverancia” (Caron, 2011).
Consejos a los padres
El reconocimiento de esta necesidad ha impulsado la elaboración de programas para fortalecer el autocontrol, es decir, el conjunto de las funciones ejecutivas del cerebro (Marina, 2012), pero en este artículo mencionaré sólo algunos consejos útiles que los pediatras pueden transmitir a madres y padres:
1. Recuerde siempre que la principal meta de la disciplina no es conseguir la sumisión, sino promover la autodisciplina y el autocontrol, que son hábitos aprendidos. Recuerde también que sólo disponemos de 8 herramientas pedagógicas: seleccionar la información, repetir, premiar, castigar, cambiar las creencias, cambiar las motivaciones, razonar. Lo importante es saber cuál hay que utilizar en cada momento (Marina, 2011).
2. La prevención es mejor que la corrección. Es preferible ser proactivo que reactivo. Por ejemplo, para controlar a su hijo en lugares públicos la clave es establecer un plan antes de entrar en el lugar concreto y asegurarse de que el niño lo recuerda. Fije las reglas de antemano a la situación. Fije un incentivo para el cumplimiento. Fije un castigo para casos de desobediencia. Asígnele una actividad que le distraiga (“ayúdame a buscar el azúcar”).
3. Trabajen como un equipo. Las discrepancias de los padres en temas de límites o disciplina, desconciertan al niño y le animan a sacar provecho de las diferencias. Comparta con los demás adultos la responsabilidad del aprendizaje de las normas.
4. Sea consistente, no rígido. Los límites deben adecuarse a la evolución del niño. Por ejemplo, en la adolescencia algunos deben ser negociados con él. Conozca las capacidades de su hijo, y no le reprenda por expectativas no realistas. Aprenda a darle órdenes. Use la firmeza, pero no los gritos. No formule la orden como una pregunta o un favor. No de demasiadas órdenes juntas. Asegúrese de que su hijo le está atendiendo. Pida al niño que repita la orden. Recuerde que antes de los tres años los niños no pueden realizar tareas aplazadas del tipo: “cuando dé una palmada, me traes la pelota”.
4. Cuando sea posible, ofrézcale una alternativa al niño: “Tienes esta otra posibilidad”. Que la alternativa sea una oferta de tomar o dejar, no una negociación.
5. Simpatice con su decepción: “Qué desagradable es no poder hacer todo lo que queremos, ¿verdad?”. Ayúdele a comprender por qué no puede cumplir su deseo. Explíquele que las normas no son arbitrarias, que ustedes también tienen que respetarlas, que todos tenemos nuestros deberes y que a ustedes también les cuesta cumplirlos. Es importante que sepan que hay normas que los padres tampoco pueden cambiar.
6. Seleccione sus batallas cuidadosamente. Como Ross Greene ha señalado en The Explosive Child, los padres deben dedicar más energía a evitar las conductas que entrañen riesgos. Ocuparse de las conductas menos importantes solo conduce a aumentar el estrés.
7. Apoyarse, siempre que sea posible, en las consecuencias lógicas, más que en medidas punitivas y arbitrarias.
8. Recuerde que el feedback positivo y los ánimos son frecuentemente las más poderosas formas de disciplina. Como a lo largo del día tendrá que decirle muchas veces “no”, intente encontrar alguna ocasión para decirle “sí”.
9. Y tenga mucha paciencia. La educación es un proceso lento.
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