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PEDIATRÍA INTEGRAL - Revista de formación continuada dirigida al pediatra y profesionales interesados de otras especialidades médicas

PEDIATRÍA INTEGRAL Nº1 – ENE-FEB 2019

Traumatismos craneoencefálicos

R. Hernández Rastrollo
Temas de FC


R. Hernández Rastrollo

UCI pediátrica. Hospital Universitario Materno Infantil de Badajoz

Resumen

Los traumatismos craneoencefálicos (TCE) tienen una elevada incidencia en la edad pediátrica. La mayoría son leves, pero también son la primera causa de muerte o incapacidad en niños mayores de un año, y su pronóstico ha variado poco, a pesar de los avances en monitorización y terapia. El reto para el pediatra es detectar los casos que presentan riesgo de lesiones intracraneales. En los últimos años, se han desarrollado y validado algoritmos, basados en la clínica y los datos del mecanismo traumático, que nos pueden ayudar a tomar la decisión más adecuada. El TC craneal es la prueba diagnóstica de elección, pero no debe realizarse de forma rutinaria, ya que no está exenta de riesgos. Una observación prolongada es una alternativa válida en casos dudosos. La actitud inicial ante un TCE clínicamente importante, consiste en asegurar las funciones vitales, así como tomar medidas de protección cervical y para la prevención del daño secundario.

 

Abstract

Traumatic brain injuries (TBI) have a high incidence in pediatric patients. Most are mild, but they are also the leading cause of death or disability in children over one year of age, and their prognosis has varied little, despite advances in monitoring and therapy. The challenge for the pediatrician is to detect cases that present risk of intracranial injury. In past years, algorithms have been developed and validated, based on clinical and traumatic mechanism data that can help us make the right decision. Cranial CT is the diagnostic test of choice, but should not be performed routinely, because it is not free of risks. A prolonged observation is a valid alternative in doubtful cases. The initial attitude towards a clinically important TBI is to ensure vital functions, as well as taking cervical protection measures and preventing secondary injury.

 

Palabras clave: Traumatismo craneal; Cuidados de emergencia; Pediátrico; Lesión intracraneal

Key words: Traumatic brain injury; Emergency care; Pediatric; Intracranial injury

 

Pediatr Integral 2019; XXIII (1): 6 – 14


Traumatismos craneoencefálicos

Introducción

Los TCE constituyen la primera causa de muerte o incapacidad en niños mayores de 1 año. Su pronóstico ha cambiado poco en los últimos años, a pesar de los avances terapéuticos.

El traumatismo craneoencefálico (TCE) es la consecuencia de la acción de fuerzas externas, de diverso tipo –especialmente mecánicas–, sobre la cabeza, con potencial capacidad de lesión del cráneo y/o de su contenido. Con frecuencia, el riesgo de lesión se extiende a las estructuras cervicales, que deben ser objeto de protección en caso de duda.

Es un problema importante por su elevada incidencia y por su potencial gravedad. Ocasiona un elevado número de consultas en los servicios de urgencias y de actuaciones de los sistemas de emergencias sanitarias. En los países desarrollados, constituye la primera causa de muerte o incapacidad en niños mayores de un año. Además, el pronóstico de este tipo de lesiones ha cambiado poco en los últimos años, a pesar de los avances terapéuticos. La prevalencia de discapacidad en sujetos que han requerido hospitalización como consecuencia de un traumatismo craneoencefálico se aproxima al 20% en estudios recientes(1).

La tradicional clasificación de los TCE en leves, moderados y graves, en función de la puntuación en la escala de Glasgow es, en la práctica, insuficiente. Traumatismos considerados leves (Glasgow 14 o 15) pueden tener consecuencias clínicamente importantes(2), lo que hace necesario el análisis de otros datos que nos permitan tomar decisiones acertadas acerca de qué niños deben ser sometidos a mayor observación o exámenes complementarios(3).

El mecanismo traumático puede ser muy diverso. Desde los más impactantes, hasta los más sutiles, sin olvidar los que son ocultados (p. ej., los que son consecuencia de maltrato). Es relevante obtener información fiable sobre este punto, ya que la energía del mecanismo traumático es uno de los datos que hay que valorar en la toma de decisiones.

El papel del pediatra ante este tipo de evento no es solamente detectar aquellos casos con riesgo de lesiones intracraneales, que deben ser derivados, por tanto, a centros que permitan su adecuado tratamiento. Es igualmente importante iniciar las actuaciones necesarias, dentro de las posibilidades de nuestro ámbito de trabajo, para optimizar las funciones vitales básicas y prevenir el daño secundario. Tampoco debemos olvidar que puede haber lesiones en otros órganos (tórax, abdomen, etc.), que pueden suponer, también, un riesgo vital.

Epidemiología

La incidencia por edad es bimodal, con un pico en los dos primeros años de vida, principalmente por caídas; y otro en la pubertad, ocasionados por prácticas deportivas y uso de vehículos.

Los estudios con base poblacional muestran una incidencia de TCE en niños y jóvenes entre 400 y 700 por 100.000 sujetos. La cifra más alta incluye jóvenes hasta los 20 años(1) y la más baja hasta los 15 años(4). Entre el 10% y 21%, requirieron hospitalización. Esto supone que, aproximadamente, el 80% de los TCE no tienen consecuencias relevantes. Por otro lado, la letalidad no es desdeñable; en el estudio de Thurman(1), se produjo en el 12,1% de los que requirieron hospitalización (1,3% de los que acudieron a los servicios de emergencia con TCE). En los TCE graves, la mortalidad oscila entre el 17% y el 33% de los casos, y es especialmente elevada en los menores de 1 año(5,6). Por otro lado, ya hemos señalado la elevada prevalencia de discapacidad ocasionada por este tipo de lesiones.

La incidencia por edad es bimodal, con un pico en los dos primeros años y otro en la pubertad. En los menores de 5 años, la causa principal son las caídas. En los primeros años de la adolescencia, aumentan los relacionados con prácticas deportivas y vehículos de motor(1,4). En los lactantes, es importante valorar la posibilidad de maltrato como causa de TCE.

Igual que la mayoría de los traumatismos, los TCE son más frecuentes en los varones en todos los grupos de edad(1), y la diferencia se acentúa a partir de los 10 años. También se asocia una mayor incidencia con un estatus socioeconómico bajo(4).

Fisiopatología

El daño cerebral primario, provocado directamente por la fuerza mecánica, no se puede evitar. Pero el daño cerebral secundario, mediado por diversos factores, como el aumento de la presión intracraneal, sí es prevenible.

El TCE es consecuencia de la acción de fuerzas mecánicas de diversa índole (golpes, compresión, aceleración y desaceleración rápidas) sobre un organismo, con potencial capacidad de lesión del cráneo y de las estructuras intracraneales(7). Algunas peculiaridades anatómicas propias de la edad pediátrica, especialmente de los pacientes más pequeños, como: un cráneo más fino con mayor superficie relativa y mayor tamaño en relación al tronco que en los adultos; una musculatura cervical más débil; o un menor grado de mielinización del tejido encefálico, con mayor contenido de agua, lo hacen más susceptible de sufrir lesiones intracraneales, respecto al resto de la población(8).

La acción directa de las fuerzas mecánicas es la responsable del daño cerebral primario, que vendrá determinado por el tipo y la severidad del traumatismo, el lugar del impacto y la resistencia ofrecida por los tejidos, como factores principales. Este daño directo ocasionado sobre el cráneo, el tejido encefálico, los vasos sanguíneos, etc., es inmediato tras el evento traumático y de difícil o imposible prevención, una vez que el mismo se ha producido. A su vez, este daño primario inicia un proceso de cambios celulares complejos, con liberación de mediadores inflamatorios y neuroquímicos, que van a culminar, tras un intervalo variable (entre horas y semanas) y con una intensidad igualmente variable, con una serie de hechos nocivos, que incluyen: alteración de la perfusión cerebral (con posible pérdida de la autorregulación), hipoxia, daño axonal, aumento de la permeabilidad de la barrera hematoencefálica, edema, estrés oxidativo, daño mediado por radicales libres, liberación de neurotransmisores excitadores y aumento de la presión intracraneal, que incrementan el daño original y que constituyen lo que denominamos daño cerebral secundario. Como hemos señalado, entre el daño primario y el secundario hay un intervalo de tiempo variable, lo que permite implementar medidas protectoras frente al mismo, así como otras terapias que reviertan el efecto nocivo de estos mecanismos(7).

Es posible también, que lesiones producidas a nivel sistémico sobre los sistemas orgánicos vitales, provoquen o agraven aún más el daño encefálico, por: hipotensión con bajo gasto cardiaco, hipoxemia, hipercapnia o anemia. En los traumatismos graves, es frecuente la pérdida de la autorregulación cerebral(5), lo que condiciona un flujo cerebral bajo en caso de hipotensión. Es por esto también, que el manejo inicial de estos pacientes debe comenzar con la optimización de las funciones vitales(8,9).

En el síndrome del niño zarandeado (shaken baby syndrome), una de las formas más frecuentes de abuso en lactantes y niños pequeños, el daño se produce por la acción de fuerzas rotacionales, de aceleración y desaceleración, al bambolear cabeza y cuello sobre el tronco. Salvo que se produzca, además, impacto de la cabeza sobre un plano duro, puede no haber signos externos de trauma, lo que dificulta el diagnóstico. Las lesiones más frecuentes en este cuadro son el hematoma subdural y las hemorragias retinianas, pero también puede haber daño cerebral difuso(10).

Clínica, diagnóstico y clasificación de los TCE

La clínica es muy variable y no siempre hay buena correlación entre los síntomas iniciales y las lesiones intracraneales. El tipo de traumatismo, junto con los datos de anamnesis y exploración ayudarán a determinar qué casos deben recibir atención especializada.

La clínica de los TCEs es muy variable, oscilando entre la ausencia completa de síntomas o signos, hasta el coma profundo o síntomas de hipertensión intracraneal grave con riesgo de enclavamiento inminente, pasando por todos los grados intermedios de alteraciones neurológicas y síntomas asociados. Sin embargo, no hay una relación determinista clara y unívoca entre el tipo o intensidad de los síntomas iniciales y la gravedad de las lesiones que se producen. La inmensa mayoría de los TCE no van a tener consecuencias relevantes, van a ser banales y no van a precisar ingreso hospitalario ni actuaciones clínicas importantes(1,8,11). El reto es, precisamente, decidir correctamente, basándonos en la clínica y los datos de la anamnesis, qué pacientes no están incluidos en esa categoría benigna y, por tanto, son tributarios de mayor observación y/o exámenes complementarios.

La anamnesis debe registrar, al menos: la edad del paciente; lugar del traumatismo y tiempo transcurrido desde el mismo; mecanismo del traumatismo (los considerados de elevada energía (Tabla I) nos obligarán a decisiones menos conservadoras); y síntomas asociados, en especial, si hubo pérdida de conciencia y duración de la misma. Una historia poco consistente o incongruente debe ponernos en la pista de posible maltrato, especialmente en los menores de dos años.

La evaluación inicial o primaria debe seguir la secuencia ABCD, que permita descartar riesgo vital. En este caso, la A, además de la comprobación de la permeabilidad de la vía aérea, debe asegurar la protección cervical. La eficacia de la ventilación (B) será comprobada mediante auscultación y observación del ritmo respiratorio. La toma de pulso mediante palpación nos informará de su frecuencia, intensidad y ritmo; también comprobaremos el relleno capilar y la presión arterial, como datos iniciales de valoración de la circulación (C). A continuación, realizaremos la exploración neurológica inicial (D), que debe incluir el Glasgow y la simetría y reactividad pupilar. En caso de politraumatismo, algunos autores(12) proponen la realización, en esta fase inicial, de una ecografía rápida dirigida (FAST: Focused Assessment with Sonography for Trauma), con el fin de detectar líquido libre en peritoneo, pericardio y tórax, siempre que no interfiera con el resto de las actuaciones.

En la tabla II, se incluyen los síntomas y signos clínicos que pueden ir asociados a un TCE. El dato inicial más relevante es la presencia o no de alteración del nivel de conciencia tras el evento traumático y la gravedad de la misma, ya que tiene valor pronóstico(5,6,11).

Clásicamente, se utiliza la puntuación en la Escala de Glasgow, adaptada a la edad del niño (Tabla III), para la clasificación de la gravedad del TCE.

Es ampliamente conocida, relativamente objetiva y fácil de aplicar repetidamente, lo que facilita el registro de la evolución del nivel de conciencia. Basándonos en esta escala, se clasifica el TCE como: leve, cuando la puntuación obtenida es 14 o 15; moderada, cuando obtenemos entre 9 y 13 puntos y grave, cuando la puntuación de Glasgow es inferior a 9. No obstante, su utilidad tiene importantes limitaciones y su capacidad de predicción pronóstica es discutida(7). Existen varios factores que pueden influir en la evaluación, como: la presencia de hipotensión o hipoxia, así como el uso de fármacos, sistemas de sujeción o la ingesta de tóxicos. El estímulo aplicado debe ser adecuado y siempre debemos consignar la mejor respuesta obtenida en cada uno de los tres apartados; el motor es el más relevante de la evolución del paciente(5). La escala de Glasgow no recoge otros datos que tienen también interés en la valoración de la gravedad de un TCE, como: existencia de amnesia postraumática, vómitos persistentes, cefalea progresiva, convulsiones o simetría y reactividad pupilar.

Una vez estabilizado el paciente, se debe hacer una evaluación secundaria, más detallada, con una evaluación sistémica y neurológica más exhaustiva. Es importante detectar: fracturas en otras localizaciones, signos de sangrado, signos de fractura en base de cráneo (Tabla II), heridas que hayan pasado desapercibidas y palpación de suturas, y fontanela en los lactantes.

Comparado con los TCE moderados y graves, en los que la definición y las pautas de actuación se han mantenido más o menos estables, ya que todos ellos serán tributarios de ingreso hospitalario y exámenes complementarios, principalmente el TC craneal, como veremos; en los últimos años, el interés se ha centrado en las pautas de actuación ante los TCE considerados leves que son, con diferencia, los más frecuentes, y en los que la valoración inicial y la toma de decisiones pueden presentar más dudas. En este sentido, el trabajo más relevante es el publicado en 2009, por la Pediatric Emergency Care Applied Research Network (PECARN)(2), con una muestra de más de 40.000 menores de 18 años enrolados en un estudio prospectivo, que ha vuelto a ser validado recientemente(13). Este estudio establece el concepto de TCE clínicamente importante (TCEc.i.), que sería aquél que cumple alguno de los siguientes criterios: provoca la muerte del paciente; requiere una intervención neuroquirúrgica de cualquier tipo (incluido implantar un monitor de presión intracraneal); provoca la necesidad de intubación durante más de 24 horas; o necesita, al menos, dos noches de hospitalización y presenta algún tipo de lesión traumática en el TC. Tras el análisis de sus resultados, el estudio establece dos conjuntos de datos que serían relevantes para identificar un TCEc.i., uno para menores de 2 años y otro para niños de 2 años o mayores (Tabla IV).

Proponen también, dos algoritmos de decisión (Figs. 1 y 2), uno para cada intervalo de edad, con recomendaciones concretas basadas en el cálculo del riesgo de TCEc.i., según los criterios clínicos que se hallaron relevantes en su trabajo.

Figura 1. Algoritmo para decisión sobre TC craneal en ≤ 2 años con Glasgow 14 o 15 después de traumatismo craneoencefálico (TCE).

 

Figura 2. Algoritmo para decisión sobre TC craneal en > 2 años con Glasgow 14 o 15 después de TCE.

En los estudios de validación realizados por los mismos(2) y otros autores(13), la sensibilidad de estos algoritmos es muy elevada; es decir, prácticamente ningún niño con TCE, clínicamente importante, fue erróneamente clasificado. La especificidad es media y algo mayor en los niños menores de 2 años (57,8%) que en los de 2 a 18 años (40,6%).

Destaca en esta propuesta de valoración, que no indica en ningún caso la radiografía simple de cráneo, cuya idoneidad, por otra parte, ya había sido cuestionada por otros(6,9), aunque se mantiene para algunos casos en otras guías de actuación(8). Otro punto que puede resultar controvertido es la pauta de actuación en el grupo de riesgo intermedio, en los que se considera válida, tanto la observación como la realización de TC. Es un grupo bastante numeroso de pacientes (en torno al 30% de los casos) y la decisión final se tomaría en función de factores no siempre bien definidos, como la experiencia del examinador o la preferencia de los padres, lo que puede implicar importantes diferencias locales en la frecuencia de realización de TC. En este sentido, hay que señalar que los periodos de observación clínica prolongados (entre 3 y 6 horas), se han asociado con menor utilización de TC(14,15) y que hay que tener presente los riesgos inherentes a esta prueba de imagen: elevado nivel de radiación, probable necesidad de sedación en los pacientes más pequeños y menos colaboradores y la pérdida del contacto visual directo entre el clínico asistente y el paciente durante la prueba. Un amplio estudio(16) encuentra una incidencia de cáncer 24% mayor en niños y adolescentes expuestos a TC, comparado con individuos no expuestos. Todo ello debe ser convenientemente ponderado antes de tomar la decisión. El objetivo es que, sin perder sensibilidad en la detección de TCEc.i., se eviten costes y riesgos innecesarios.

Exámenes complementarios

El TC craneal es la prueba diagnóstica de elección, pero no debe hacerse rutinariamente, ya que no es una prueba exenta de riesgos. Una observación prolongada (3 a 6 horas) permite evitar pruebas innecesarias.

Ya hemos mencionado que el TC craneal es la prueba diagnóstica de elección en el TCE y las posibles indicaciones de la misma, puesto que no debe hacerse de forma rutinaria. Es rápida, sensible y específica, tanto para la detección de fracturas como de lesiones intracraneales(5,6). El estudio detallado de las posibles lesiones escapa de los objetivos de esta revisión. En líneas generales, podemos decir que las lesiones intracraneales pueden ser: focales (contusiones, hematoma epidural y subdural, y hemorragias intraparenquimatosas) difusas (swelling y lesión axonal difusa); hemorragias subaracnoideas y neumoencéfalo. Es importante detectar una lesión ocupante de espacio (fundamentalmente, hematomas), porque pueden requerir una actuación neuroquirúrgica urgente. También son relevantes las lesiones difusas que sugieran aumento de la presión intracraneal, como disminución o desaparición de los ventrículos y cisternas de la base.

La radiografía simple de cráneo entraña menos riesgo, pero da mucha menos información, ya que solo permite detectar fracturas, por lo que su utilización está cuestionada. No obstante, es posible que mantenga algunas indicaciones: sospecha de maltrato (debe valorarse la realización de una serie ósea), lesiones penetrantes (para descartar la presencia de un cuerpo extraño), no disponibilidad de TC e incluso en niños de bajo riesgo en los que se considera necesario para mantener una relación de confianza con la familia, según algunos autores(11).

En lactantes con fontanela abierta, puede ser útil la realización de una ecografía transfontanelar. Es rápida y no precisa sedación, pero la ventana de exploración es limitada, por lo que no siempre permite una correcta valoración de todas las estructuras intracraneales. No obstante, nos puede permitir detectar de forma precoz algunas lesiones hemorrágicas(6).

La resonancia magnética (RM), aunque es más sensible que la TC para la detección de lesiones intraparenquimatosas de pequeño tamaño, no debe ser una prueba de elección inicial. El objetivo principal de una prueba de imagen en estos pacientes es detectar una lesión que requiera cirugía, y para esto no supera al TC, que es una prueba más rápida y accesible. Sí estará indicada en casos con sospecha de lesión medular y puede valorarse en pacientes cuya clínica no sea explicable por los hallazgos de la TC.

Pruebas de imagen más específicas, como angioTC, angio-resonancia o angiografías convencionales, pueden ser necesarias en los casos con sospecha de lesiones vasculares intracraneales, como traumatismos penetrantes, pero son excepcionales(9).

Además de las pruebas de imagen, y dependiendo de la clínica que presente el paciente, pueden ser necesarias otras pruebas como: equilibrio ácido-base, hemograma y bioquímica sanguínea básica. En lactantes con sospecha de lesiones por maltrato, debemos examinar el fondo de ojo, en busca de lesiones retinianas.

Manejo pre-hospitalario y transporte

El abordaje inicial consistirá en estabilizar las funciones vitales del paciente que lo precisen, hacer una valoración inicial de la gravedad y tomar medidas para la prevención del daño secundario.

El manejo pre-hospitalario es crucial, ya que el 50% de las muertes por TCE se producen en las primeras horas tras el traumatismo(9). La actuación inicial ante un TCE está encaminada a la estabilización del paciente, siguiendo el esquema ABCD de la evaluación inicial y a la prevención de lesiones secundarias.

En los traumatismos leves con bajo riesgo (Figs. 1 y 2), se informará a los adultos responsables del resultado de la valoración y se les entregará por escrito las recomendaciones de observación y vigilancia domiciliaria (Tabla V), con los signos de alerta que deben motivar una nueva consulta. En los casos de sospecha de maltrato, se recomienda siempre el ingreso hospitalario(8,11).

Los traumatismos con factores de riesgo medio o alto, deben ser transferidos al hospital de referencia para observación y/o realización de exámenes complementarios (principalmente, TC craneal). No obstante, es obligado iniciar el protocolo de estabilización sin demora, y mantenerlo durante el traslado del paciente, así como otras medidas de prevención del daño secundario. En la tabla VI, se señalan los objetivos que deben ser cubiertos en la primera hora.

Entre las medidas generales, no debemos olvidar la protección cervical, en todas las manipulaciones, ya que se detecta lesión cervical hasta en el 10% de los TCE(9). La cabeza debe mantenerse alineada con el tronco y elevada unos 30 grados, para favorecer el retorno venoso. Se realizará control térmico y se combatirá la hipertermia; la hipotermia no ha demostrado utilidad(17). Utilizaremos analgésicos, inicialmente no sedantes, para combatir el dolor. El uso de fármacos sedantes puede dificultar la exploración neurológica, por lo que intentaremos evitarlos en los momentos iniciales. No obstante, en caso de agitación, que puede aumentar tanto la presión intracraneal como la demanda metabólica, podría estar justificado su uso.

Es clásica la recomendación de aislamiento de vía aérea mediante intubación cuando el Glasgow es inferior a 9, así como en casos de politrauma con shock o trabajo respiratorio aumentados, como principales indicaciones. Sin embargo, los estudios en este campo realizados en niños son limitados, y algunos autores encuentran que los intentos de intubación precipitada, sobre todo, cuando son realizados por paramédicos (algo inusual en nuestro medio) o personal poco experimentado en el manejo de pacientes pediátricos, pueden ocasionar un aumento de la mortalidad(18). Los dispositivos de ventilación supraglóticos, como la mascarilla laríngea, podrían ser una alternativa válida(9). En cualquier caso, el objetivo es mantener una adecuada oxigenación (saturación de O2 >= 95%) y normocapnia, con pCO2 entre 35-40 mmHg. El uso de dispositivos que miden el CO2 exhalado es útil para monitorizar este parámetro. No está indicada la hiperventilación preventiva.

El objetivo hemodinámico es evitar la hipotensión arterial, que podría comprometer la perfusión cerebral. Se debe establecer un acceso venoso e iniciar la perfusión de cristaloides isotónicos, como salino fisiológico o cristaloides balanceados, evitando los sueros hipotónicos y glucosados, que pueden exacerbar el edema cerebral. Si hay signos clínicos de mala perfusión o se detecta hipotensión, estaría indicada la administración en bolo rápido (20 mL/kg) de los cristaloides isotónicos, que puede repetirse hasta alcanzar objetivos (Tabla VI). Los signos de hipovolemia son: taquicardia, pulso filiforme y aumento del tiempo de relleno capilar (más de 2 segundos)(5,9).

En cuanto al soporte neurológico, además de la vigilancia continuada del nivel de conciencia (mediante aplicación repetida de la escala de Glasgow), es esencial el tratamiento de las convulsiones y la detección de signos de hipertensión intracraneal grave con herniación cerebral, que puede resultar letal en pocos minutos, si no se toman las medidas adecuadas; para este punto, es importante el examen periódico de la simetría y reactividad pupilar, además del patrón respiratorio, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial.

Si se evidencian convulsiones, el tratamiento de las mismas con diazepam siguiendo las pautas habituales es obligado(11), ya que estas aumentan: la demanda metabólica cerebral, la presión intracraneal y la probabilidad de daño secundario. El riesgo de convulsiones precoces tras un TCE grave se estima en un 10%-20%, por lo que diversos autores(6,9) recomiendan tratamiento profiláctico de las mismas y el fármaco recomendado es la fenitoína (20 mg/kg en infusión lenta como dosis de choque inicial), aunque cada vez se utiliza con más frecuencia, levetiracetam con el mismo objetivo(9); sin embargo, no disponemos por ahora de estudios de alta calidad que justifiquen el cambio de fármaco ni el uso sistemático de esta profilaxis(19). No parece que estos tratamientos eviten la aparición de convulsiones tardías.

El aumento de la presión intracraneal (que puede ocurrir por diversos mecanismos en el TCE: hemorragia, edema, inflamación, bloqueo en el drenaje del LCR, etc.) es un importante condicionante del daño cerebral secundario que debemos considerar ante cualquier TCE. La medición de la presión intracraneal solo es factible en el ámbito hospitalario. El valor de la misma, que se considera elevado cuando supera los 20 mmHg, permite estimar la presión de perfusión cerebral (diferencia entre la presión arterial media y la presión intracraneal), cuyo valor en niños debe situarse por encima de los 45-60 mmHg (el valor bajo del rango sería apropiado para lactantes y el más alto para niños y adolescentes). Por otro lado, el tratamiento empírico de una supuesta hipertensión intracraneal no está exento de riesgos. La hiperventilación se asocia con aumento del riesgo de isquemia cerebral y la terapia hiperosmolar podría ocasionar hipotensión(9,19); es por ello, que estas terapias no están indicadas de forma preventiva. Sin embargo, ante la presencia de signos clínicos sugestivos de enclavamiento, como son: pupilas asimétricas arreactivas, respuesta motora en extensión o flacidez, disminución progresiva del nivel de conciencia (caída del Glasgow superior a 2 puntos) o la denominada triada de Cushing (hipertensión arterial, bradicardia y respiración irregular) es obligado iniciar tratamiento empírico de hipertensión intracraneal, con las medidas de primer nivel: hiperventilación moderada (pCO2 de 30 a 35 mmHg, puede monitorizarse mediante capnografía) y terapia osmolar. La hiperventilación reduce la presión intracraneal, induciendo vasoconstricción, que reduce el flujo sanguíneo cerebral, su efecto es inmediato y debe suspenderse (pasando a normoventilación), si desaparecen los signos clínicos de alerta. Debe evitarse una hiperventilación más agresiva por el riesgo de isquemia cerebral. En cuanto a la terapia osmolar, que induciría una reducción del edema cerebral, son efectivos tanto el manitol (0,25-1 g/kg, en bolo i.v. rápido) como el salino hipertónico al 3% (5-10 mL/kg, i.v. en 10 minutos). Aunque no hay estudios comparativos de alta calidad, en general, se prefiere el salino hipertónico en niños(9,19), especialmente en caso de hipotensión. Estas terapias serán añadidas a las medidas generales y a la optimización de las medidas de soporte que se hayan instaurado.

Tratamiento hospitalario

Los pacientes que precisen realización de TC, observación prolongada o medidas terapéuticas especializadas, deben ser derivados al hospital.

La derivación de los pacientes con TCE al hospital se realizará cuando esté indicada observación prolongada, realización de TC o la continuación de las terapias iniciadas previamente. Una vez obtenida la neuroimagen, será valorada conjuntamente con el neurocirujano. En caso de hematoma epidural o contusiones hemorrágicas con efecto masa, puede ser prioritaria la evacuación quirúrgica. La monitorización de la presión intracraneal (PIC) estará indicada en todos los pacientes con Glasgow < 8 y en aquellos con TC craneal que evidencien lesiones con riesgo de hipertensión intracraneal o que requieran sedación por otros motivos(20). Si se realiza mediante un catéter intraventricular, permite también la extracción de LCR para reducir la PIC.

El estudio detallado de la monitorización y terapias avanzadas excede a los objetivos de esta revisión. Generalmente, se realizan en la UCI pediátrica. Las terapias de control de PIC ya señaladas, pueden ser optimizadas mediante medición de saturación venosa en el bulbo de la yugular (SjO2) o doppler transcraneal, entre otras. También, es posible el uso de otras terapias de segundo nivel, como la craniectomía descompresiva o el coma barbitúrico.

Bibliografía

Los asteriscos reflejan el interés del artículo a juicio del autor.

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20. Palomeque A, Cambra FJ, Esteban E, Pons M. Traumatismo craneoencefálico y raquimedular. En: López-Herce, Calvo, Rey, Rodríguez y Baltodano, eds. Manual de Cuidados Intensivos Pediátricos 4ª ed. Publimed, Madrid; 2013. p. 542-52.

Bibliografía recomendada

Kupperman N, Holmes JF, Dayan PS, et al. Identification of children at very low risk of clinically-important brain injuries after head trauma: a prospective cohort study. Lancet. 2009; 374: 1160-70.

Importante estudio de cohortes, prospectivo, que ha permitido la elaboración de un protocolo de actuación en casos de TCE leves, con gran sensibilidad y aceptable especificidad.

– Serrano A, Casado Flores J. Traumatismo craneoencefálico grave. En: Casado Flores J, Serrano A, eds. Urgencias y tratamiento del niño grave, 3ª ed. Madrid: Ergon; 2015. p 880-91.

Excelente revisión del TCE grave, que aborda tanto los aspectos de la evaluación y atención inicial como los más especializados. Abundante iconografía de buena calidad.

– Garvin R, Mangat H. Emergency Neurological Life Support: Severe Traumatic Brain Injury. Neurocrit Care. 2017; 27: S159-S169.

Revisión de la actuación de emergencia en caso de TCE grave, con especial énfasis en los objetivos iniciales, en cuanto al soporte vital y neurológico, que deben abordarse desde el ámbito pre-hospitalario.

Caso clínico

 

Un niño de 3 años es llevado al centro de salud, porque, aproximadamente una hora antes, se ha caído mientras jugaba en el parque desde un columpio. Refieren que no iba a mucha velocidad y que la altura era menor de 1 metro, pero que el golpe ha sonado fuerte. El niño ha caído de espalda y se ha golpeado la cabeza por detrás. Inicialmente, se ha quedado “quieto” y ha tardado unos segundos en romper a llorar, pero no creen que haya perdido la conciencia. Mientras lloraba, ha comenzado a toser y ha echado mocos. No le ven heridas, pero están preocupados porque el golpe les ha parecido fuerte. Durante la exploración, el niño está alerta, aunque asustado, pero se tranquiliza en brazos de su padre, dice su nombre cuando se le pregunta y coge con las manos un objeto que se ofrece. En la exploración, se aprecian algunas lesiones equimóticas y de rozadura en la espalda, pero no se aprecian lesiones en la cabeza. Las pupilas son isocóricas y reactivas. Dice sentir dolor en la espalda y también se toca la zona de occipucio.

 

 

 

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