V. Martínez Suárez
Pediatra del Servicio de Salud del Principado de Asturias. Universidad de Oviedo
Resumen
La familia debe filtrar y amortiguar las influencias perniciosas que constantemente asaltan a la mente inmadura, debe actuar de barrera defensiva contra el poder distorsionante de algunos factores externos sobre el proceso evolutivo de la psique infantil. Esto a veces supone la búsqueda de nuevas estrategias de oposición a nuevos problemas. |
Pediatr Integral 2020; XXIV (2): 118 – 121
Educación infantil, familia y enseñanza en los colegios
Para Ortega educar es, en su sentido prístino y en su esencia, sacar una cosa de otra, convertir una cosa menos buena en otra mejor; el filósofo madrileño vincula la existencia real del acto de educar al resultado del mismo(1). Existirá educación –interpretamos nosotros– en la medida en que el educando se hace superior en bondad, en sabiduría o en energía. La educación es, pues, una fuerza transformadora que apunta hacia un nivel más elevado y más perfecto. Y, por tanto, tendrá su meta en el desarrollo de todas las potencias del ser humano, especialmente de las superiores: la inteligencia (múltiple) y la voluntad (como destreza aprendida)(2), con las cuales orienta el individuo todas sus acciones(3). Una segunda referencia a modo de nota introductoria: la idea de educación lleva ineludiblemente a la idea de una teoría de la educación, y ésta, a su vez, impone el planteamiento de una teoría general de las cosas humanas, un “esclarecimiento filosófico general” sobre el que asentar cualquier razonamiento posterior. Queremos con ello recordar que el eje de cualquier proceso educativo es “el conocimiento del conocimiento” o el “aprender a conocer”; esto es: no bastaría con saber, hay que saber qué se sabe, por qué y para qué se sabe. Y este trabajo del conocimiento no es solo una actividad técnica, instrumental; es una permanente opción ante las cosas, es un fenómeno moral(4). Este esfuerzo educador es, también, esfuerzo liberador: la libertad depende de la fidelidad escrupulosa a la verdad, y en este sentido la educación tiene una indudable fuerza liberadora. La educación es, además, un derecho natural de todo ser humano: la racionalización del saber ha de hacerse universal y ponerse al alcance de todos. Evidentemente, la culminación del saber estará reservada a las minorías, pero el camino ha de abrirse a todos. La democratización del conocimiento es, pues, razón de justicia social. Estas tres ideas –moralidad, justicia y libertad– nos muestran ya, prima facie, la honda raíz filosófica de la cuestión. Una tercera orientación previa de carácter terminológico la queremos poner en ciertas palabras que aun situándose en un escalón inferior circulan con alguna autoridad equiparadas a los vocablos educar y educación. Educar es más que enseñar, que informar, que comunicar, instruir, dirigir o adoctrinar. Estos términos carecen de carga moral que oriente su significado, no apuntan necesariamente hacia algo mejor. Se pueden enseñar o comunicar cosas perversas, se puede instruir o adoctrinar a un individuo para el mal y es posible informar con intenciones despreciables. Pero educar y educación llevan implícito el bien. Por eso la educación ha sido un tema capital del pensamiento. Ocultar, mutar o tergiversar estas relaciones es bastardear cualquier razonamiento en su origen y cambiar su sentido. Como consecuencia, a veces también se habla de educación en forma demasiado genérica, excesivamente generosa y grosera.
Factores educadores
Entre los diferentes factores que condicionan el resultado del proceso educativo y en la relación entre ellos hay una jerarquía, una disposición concéntrica de zonas de influencia con decreciente fuerza de gravitación sobre el sujeto. La principal potencia educadora parte de la familia, y dentro de ella las figuras paterna y materna juegan un papel preponderante. Fuera del ámbito doméstico-familiar se situaría el ambiente escolar o sistema educativo; y, en un nivel más alejado, la sociedad en la que vive inserto. Es evidente que la amplitud de estos sectores y la intensidad de sus acciones varían a lo largo de la vida del niño. Y también es claro que no existe una frontera impermeable entre estos círculos de influencias; al contrario, existen unos límites porosos con activos intercambios de fuerzas. Pero, insistimos, el grado de influencia tiene un sentido centrífugo en el orden citado. Dejando de lado el modelo social y su influencia en el niño, vamos ahora a detenernos en los dos primeros.
La familia
Los padres son los primeros educadores de sus hijos. Ellos, además, aportan a cada individuo la educación fundamental, sobre la cual cualquier ilustración posterior tendrá que apoyarse. Son, según la filósofa María Zambrano, lo irreemplazable y han de hacer sentir a su descendencia el peso de la exigencia más inexorable y el apoyo del amor más incondicional(5). La fuerza de la familia como estructura básica en la que el niño debe conducirse ejerce efectos determinantes debido a la maleabilidad y dependencia que muestra del ambiente externo, de sus progenitores de forma inmediata. Invariablemente se asoma al mundo desde una perspectiva que le viene impuesta, toma las principales referencias de su vida desde el ambiente familiar y se desenvuelve mores maiorum en los años decisivos de su infancia. Al menos en sus primeros años, depende totalmente de las personas encargadas de su custodia. En el principio es una unidad con la madre, formando gradualmente su propia vida de relación bajo la tutela maternal. Las primeras actividades nutritivas y excretorias someten al niño a una variedad de tensiones y frustraciones que pueden considerarse el primer estrato de la psicopatología humana, y en ella están involucradas las primeras evaluaciones de experiencia –buena o mala– que forman su naturaleza moral y social. En esta vida instintiva precoz –en la satisfacción de sus intereses fundamentales–, también se va entretejiendo la relación del niño con sus padres y hermanos, condición decisiva de su interrelación social. La forma en que la madre responde al llanto del niño, el apremio con que acude a sus demandas imprime desde las primeras semanas de vida la dirección que ha de tomar su relación con el yo circunstancial (su conciencia) y su mundo interpersonal. En esta etapa, quizá más que en otras, los pediatras pueden jugar un papel muy importante al dar orientaciones a los padres, incluyendo la identificación temprana de desviaciones de la normalidad y el ofrecerles información sobre los problemas de salud emocional que puedan afectar negativamente al niño y al bienestar familiar(6,7).
Pero los padres, además de ser los primeros educadores, tienen el deber inexcusable y el derecho inalienable de formar a sus hijos. La familia se ha considerado un proyecto de valores, una comunión de ideales, una institución de beneficencia(8). En relación a esto último, son los padres los que tienen que definir el contenido de la beneficencia de su hijo, por encima del Estado y de la sociedad. La familia debe filtrar y amortiguar las influencias perniciosas que constantemente asaltan a la mente inmadura, debe actuar de barrera defensiva contra el poder distorsionante de algunos factores externos sobre el proceso evolutivo de la psique infantil. Esto a veces supone la búsqueda de nuevas estrategias de oposición a nuevos problemas; así, ver la televisión en familia es un mecanismo efectivo para atenuar o neutralizar cualquiera de las influencias negativas que en la vida del niño tiene este omnipresente medio de comunicación. Acompañar al niño durante las sesiones televisivas y de uso de las pantallas ofrece una gran oportunidad para despertar en él la contemplación crítica de las imágenes mediante comentarios de refuerzo –positivos o negativos–, enriqueciendo su desarrollo intelectual a través de actitudes(9,10). Esto supone estimular a los padres para que renuncien a la actitud pasiva, de entrega de sus hijos al albur de los “elementos” y las circunstancias.
El colegio
En el colegio los niños deben aprender cosas concretas, superar esas etapas progresivas que les ayuden a adquirir conocimiento de amplitud creciente. El papel del profesor se tendría que ceñir a conseguir que sus alumnos aumenten su capacidad de tomar decisiones, clarifiquen sus valores, los pongan en práctica y desarrollen aptitudes para enfrentarse a diferentes situaciones(11). Cuando el Estado sabe claramente cuáles son las principales necesidades que quiere llenar y tiene firmemente establecido un proyecto para su sistema de enseñanza, el profesor oficial encuentra extraordinariamente simplificada su misión, reducida entonces solamente a seguir con fidelidad y dignidad profesional este camino que se encuentra marcado ya(5). Pero por imprevisión, por sumisión a una ideología política, por abandono y renuncia, por rutina, por deficiente dotación de medios económicos, por falta de comprensión, en suma, de lo que esto supone para las personas y las sociedades, lo que se nos ofrece suele no satisfacer a nadie. De hecho, en algunos programas de enseñanza los resultados que debieran otorgar a la educación carta de naturaleza llegan a ser de una pobreza escandalosa. Sobran los ejemplos, pero puede asegurarse que viviremos por muchos años las consecuencias de algunos modelos confusos y erróneos en sus directrices y la falta de implementación de algunas ideas. Además, queriendo enseñar “de forma diferente” –bajo la consigna cambiar por cambiar– no pocas veces se ha pervertido la lógica de la educación. La disciplina, el ejercicio de la memoria, la imposición de conceptos tienen que preceder a la etapa creativa y madura de la vida. Es necesario iniciar tempranamente el largo esfuerzo reductor del propio caos; lo que se exige al sistema educativo es llevar la conciencia del niño hacia la máxima claridad, sacarlo de ese resbalar lento y suave con que la mente limitada e inerte pasa por la vida. Esa es la gran aspiración y el gran problema. Hacer al hombre lo más humano posible. Pero el discípulo no recibe pasivamente el influjo educador, sino que frecuentemente lo asimila y lo hace suyo con un esfuerzo de adaptación vital y personal. Nada puede sustituir este esfuerzo sin el cual la obra del más experto preceptor se convertirá en humo. Es bien sabido que los presupuestos doctrinales de la autoeducación tienen su referente en el naturalismo optimista e irracional de Rousseau, quien propugna el desarrollo espontáneo del espíritu del niño en un clima de máxima libertad, sin obstáculos en el despliegue de su riqueza interior. Este “naturalismo” ha tenido siempre algo de ensueño bucólico, y “regresar al estado de naturaleza” se le figura al pensador ginebrino regresar al país donde todo está resuelto armónicamente, donde no hay cuestiones(12). Y es justamente lo contrario. El estado de naturaleza –afirma María Zambrano– es el estado trágico en que el hombre es esclavo de la fuerza fatal de sus pasiones, del mecanismo de sus instintos. Este hombre “natural” no es esa criatura pacífica, amable y feliz, sino el verdadero “monstruo de su laberinto”(5). A cada persona la vida le ofrece sus motivaciones –no siempre ni a todos las mismas– para perseverar en el conocimiento; ha de reconocerlas y hay que ayudarle a reconocerlas. Solo a través de las necesidades encuentra el hombre su libertad(13), afirmaba la filósofa veleña, discípula de Ortega. La autoeducación no abocaría a una situación mejor, ya que no hay superación en el individuo ni en la sociedad. Su modelo tiene su inspiración y punto de apoyo filosófico en la mayéutica clásica, definida desde el formalismo retórico, como el arte de iluminar los espíritus, y consistente en la enseñanza mediante el diálogo y la discusión del maestro con los discípulos. Pero tal concepto no puede extenderse de forma inocua al individuo inmaduro. La mayéutica sería en el mundo actual más propia de las academias o de la docencia universitaria impartida a grupos especializados. El individuo en su niñez precisa más que le sea señalado el objetivo (moral) y marcado los límites; más que le sean ordenadas sus facultades que fomentarle la expansión de sus apetitos(14). Hoy sus referentes “educativos” son el aprender sin esfuerzo, reprobar asignaturas sin remedio, sin posibilidad de recuperación para el conocimiento, promocionando al niño al curso superior por imperativo legal, lo cual representa imponer un igualitarismo a la baja que lastra las posibilidades del grupo y lleva a la ausencia de motivación para el trabajo, despreciando el espíritu de sacrificio y de superación como impulso vital decisivo. La autoexigencia y la superación de la dificultad son escasamente fomentados en el alumno, se sustituyen los exámenes por la evaluación continua, el ejercicio de la memoria por el autodescubrimiento. No obstante, este movimiento debe de interpretarse como reacción casi espontánea y natural hacia una situación anterior antagónica y excesivamente directiva, rígida y autoritaria. Ambas situaciones expresan a nuestro entender, una escasa confianza de la sociedad –de los padres, profesores, el Estado y su modelo de enseñanza– hacia los jóvenes y niños de cualquier edad.
Desde nuestra responsabilidad resulta apremiante inculcar y mantener, a partir de las primeras etapas del desarrollo, una jerarquía de valores, una escala objetiva que vaya de lo más deseable a lo indeseable, que incluya la lectura, la crítica resuelta y franca del medio social y la inadaptación razonada a las circunstancias. Todos debemos rechazar la paralización del pensamiento diseñada y aplicada desde intereses particulares. Que sea cada persona individualmente la que se adentre en el mundo de sus motivaciones, señala Adela Cortina, es una condición necesaria para adquirir señorío, en este caso sobre lo que deberían ser simplemente medios para llevar adelante proyectos de vida en plenitud(15).
Los padres y la decisión sobre la educación que reciban sus hijos
Existen acuerdos firmados por nuestro país a lo largo de los años, hoy vigentes y dominantes en rango sobre otras normas de nuestro ordenamiento jurídico, que reconocen explícitamente los deberes de los poderes públicos hacia los niños y sus padres (Tabla I).
Por tanto, el Estado está obligado a garantizar el respeto a esos derechos adecuando sus actuaciones a lo que es la normativa válida y efectiva, la que él mismo se ha dado. Hay poco margen para la duda, aunque por voluntarismo político y defendiendo intereses particulares puede haberlo para situarse fuera de cualquier marco legal.
Lo cierto es que la Constitución de 1978 establece que los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social (Art. 14)(16). Dispone además el amparo social, económico y jurídico de la familia, junto a la protección integral de los hijos (Art. 39). España ha ratificado los principales instrumentos internacionales que respaldan y salvaguardan explícitamente a la infancia, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (París, 10 de diciembre de 1948) y la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño (20 de noviembre de 1989), que conforman la referencia universal para su defensa. Según los primeros “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad”, teniendo los padres “derecho a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” (Art. 26.3); en la segunda se exige a las naciones firmantes, respecto a los menores, el compromiso de “asegurar su protección y el cuidado que sean necesarios para su bienestar, teniendo en cuenta los derechos y deberes de sus padres” (Art.42). En su espíritu y en sus objetivos todos esos preceptos convergen en la noción de patria potestad, en su respeto y defensa por parte de todos los estados y de sus administraciones. La patria potestad – el mejor interés del niño, según la nueva fórmula anti tradicional y políticamente correcta– es una institución jurídica proveniente del derecho romano, hoy vigente en la mayoría de los países democráticos, que regula la relación de los padres con los hijos no emancipados. Es un instrumento al servicio del hijo, dirigida a prestarle la asistencia de todo orden (artículo 39.3 de la Constitución) y que según nuestro Código Civil(17), como responsabilidad parental, comprende los siguientes deberes y facultades: velar por los hijos y tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral, representarlos y administrar sus bienes. Su ejercicio y su extinción también están regulados en todas sus posibilidades por nuestra doctrina jurisprudencial. La familia tiene, según esa amplia noción, pleno derecho a reclamar su papel de protagonista principal en el proceso educativo de la prole. Si para cualquier actividad educativa los padres –aunque sean solo algunos– dicen que no, la situación debe de hacer pensar a todos los que intervienen en la toma de decisiones. No se puede aceptar la desconsideración hacia un conjunto de conductas, de orientaciones morales y sociales que pudiera no ser sentido como el mayoritario dentro de un determinado grupo, pero que es protegido por la ley. En este tema nuestra Constitución (Art. 27, punto 3) señala la obligación de los poderes públicos de garantizar “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, aunque para este mandato es bien notable que se exige su cumplimiento fundamentalmente cuando afecta a creencias y etnias minoritarias, pero no de forma general. Tal como hemos señalado, el sistema educativo se sitúa en una posición de responsabilidad exterior a la familia y no podrá forzarse un cambio de esquemas sin esperar una relación conflictiva y de resistencia. Sobre este particular, no se puede argumentar el dominio de un determinado modelo educativo o social, sino es bajo riesgo de caer en la ilegalidad, el totalitarismo o el integrismo ideológico, sin poner en cuestión la legitimidad del orden jurídico en su conjunto. Lo que para algunos pueda ser una mera incitación a la reflexión, puede con toda justicia ser visto por otros como una provocación, cuando no como un desafío. Y apoyados en la Ley y en la objeción de conciencia sustentada en sus convicciones, los padres pueden oponerse.
Bibliografía
1. Ortega y Gasset J. Apuntes sobre una educación para el futuro. Revista Cuadernos, noviembre. 1961.
2. Marina JA. La educación del talento. Biblioteca UP, Editorial Planeta S.A. Barcelona 2010.
3. García Hoz V. Sobre el maestro y la educación. Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid. 1970.
4. Morin Edgar. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Paidos, Barcelona. 2001.
5. Zambrano M. Hacia un saber sobre el alma. Alianza Literaria. Alianza Editorial S.A. Madrid. 2000.
6. Zimmer KP, Minkovitz CS. Maternal depression: an old problem that merits increased recognition by child healthcare practitioners. Curr Opin Pediatr. 2003; 15(6): 636-40.
7. Martínez V. Ante el reto de educar bien. Bol Pediatr. 2011; 51: 1-2.
8. Parada Navas JL. La educación familiar en la familia del pasado, presente y futuro. Educatio Siglo XXI. 2010; 28: 17-40.
9. Latomme J, Van Stappen V, Cardon G, Morgan PJ, Lateva M, Chakarova N, et al. The Association between Children’s and Parents’ Co-TV Viewing and Their Total Screen Time in Six European Countries: Cross-Sectional Data from the Feel4diabetes-Study. Int J Environ Res Public Health. 2018; 15(11): 2599. doi:10.3390/ijerph15112599.
10. American Academy of Pediatrics Announces New Recommendations for Children’s Media Use 2016 (Acceso el 18 de noviembre de 2018). Disponible en: https://www.aap.org/en-us/about-the-aap/aap-press-room/Pages/American-Academy-of-Pediatrics-Announces-New-Recommendations-for-Childrens-Media-Use.aspx.
11. Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE).
12. Rousseau JJ. Emilio o la educación. Editorial Edaf. Madrid. 1964.
13. Zambrano M. Senderos. Anthropos. Barcelona. 1986.
14. Marina JA. Límites, disciplina, castigos. Pediatr Integral. 2013; XVII(7): 520-4.
15. Cortina A. Por una ética del consumo. Taurus. Madrid, 2002.
16. Constitución Española de 27 de diciembre de 1978. BOE de 29 de diciembre de 1978.
17. Código Civil, artículos 154 y 155.