Una ley que confunde su objetivo
“El pediatra es todo lo contrario que un presunto culpable respecto de la vulneración de los derechos y la integridad física de los niños. Es valedor de su salud, de su seguridad y se preocupa por su felicidad”
Dr. Venancio Martínez,
Presidente de la Sociedad Española de Pediatría Extrahospitalaria y Atención Primaria, SEPEAP
La última Ley de Protección a la Infancia ya ha sido comentada y debatida en diferentes foros. En general se ha resaltado su valor positivo, aunque en lo fundamental no pasa de actualizar y repetir algunos aspectos que con el fin de proteger a la infancia fueron abordados en normas anteriores. También deja fuera algunas situaciones que desde diferentes puntos de vista pudieran ser importantes. Si bien no menciona a los pediatras, implícitamente se refiere a nosotros como “profesionales en contacto habitual con menores” y a los que para ejercer como tales se nos debe de certificar que no somos delincuentes sexuales y no figuramos entre su censo oficial.
Si hubiera que comentar el fondo de la cuestión particular que se plantea ahora y que circula en diferentes medios y ambientes, en primer lugar debería apelarse a la sentencia que formuló el economista Carlo Cipolla en su libro más popular, y que nos advierte que siempre subestimamos el número de gente estúpida. Visto lo visto y oído lo oído, otra idea que nos sugiere la actual situación, y que muchos entenderán, es la de llamar la atención sobre el peligro de la corrección política dentro de la profesión médica y de todos sus mundos circundantes, que algunas veces traspasa el límite de la normalidad y del sentido común. Ambas cosas tienen que ver con la postmodernidad hegemónica y el pobre afán de algunos de colaborar contra el discurso más importante de la medicina. Eso por no decir de algunos políticos, supuestos defensores de los intereses de la infancia, jueces y periodistas. Que nadie se equivoque, porque esto se relaciona mucho con ese asunto. Es el sembrar la duda, intentar descalificar, generar desconfianza en las familias y postularse como inventores de derechos, de nueva ciencia y de una sociedad mejor. Debe insistirse: el trasfondo es un constructo ideológico con intenciones perversas y el afán de protagonismo de algunos burócratas que justifican su puesto inventando casi nada.
Contra cualquier delito en el entorno del niño, cometido por quien sea, existen leyes suficientes y existe un código deontológico. Que se sumen más no es en sí un problema. Pero todos sabemos que se inventan demasiadas declaraciones, códigos y preceptos innecesarios, siendo muchos inútiles y algunos verdaderamente ridículos y afectos de idiotez. Ese punto de esta ley que está de actualidad ha sido redactado de forma poco clara y tiene los tres defectos que decimos. Porque el pediatra es todo lo contrario que un presunto culpable respecto de la vulneración de los derechos y la integridad física de los niños. Es valedor de su salud, de su seguridad y se preocupa por su felicidad. Por eso confiamos en que a nadie se le ocurra abrir una oficina para emitir esos certificados de buena conducta y de ausencia de taras sexuales a los que somos sus médicos. Si la Ley no se corrigiera en sus términos y en su propósito, la siguiente pregunta que nos haremos todos será: Ya que la mayoría de los abusos tienen lugar en el ámbito familiar y los padres son casi siempre quienes más tiempo pasan con sus hijos, ¿van a certificarles su valía y hacerlos también a ellos presuntos delincuentes?