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PEDIATRÍA INTEGRAL - Revista de formación continuada dirigida al pediatra y profesionales interesados de otras especialidades médicas

PEDIATRÍA INTEGRAL Nº5 – JUNIO 2015

Dilemas ético-legales que presenta la regulación de la capacidad del menor en el ámbito del tratamiento médico

F. de Montalvo Jääskeläinen
20 Aniversario


F. de Montalvo Jääskeläinen

Profesor propio adjunto de Derecho Constitucional, UPComillas (ICADE).
Vicepresidente del Comité de Bioética de España.
Miembro del Comité Internacional de Bioetica (IBC) de la UNESCO

 


20 aniversario

Dilemas ético-legales que presenta la regulación de la capacidad del menor en el ámbito del tratamiento médico

La Ley de autonomía del paciente incorpora a nuestro ordenamiento jurídico una figura novedosa y necesaria para la resolución de los nuevos conflictos que, en relación al derecho a autorizar y rechazar el tratamiento médico, plantean los menores. Se trata de la figura del menor maduro o menor con capacidad de obrar en el ámbito del tratamiento médico. La citada regulación solventa el vacío legal sobre la capacidad del menor sobre el tratamiento médico, aunque de su tenor literal surgen determinadas dudas, tanto de interpretación jurídica como derivadas de los nuevos avances de las neurociencias, en relación al desarrollo de los elementos volitivos y cognitivos del menor.

El marco legal previo a la Ley de autonomía del paciente

El artículo 10 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, vino a regular por primera vez los derechos de los pacientes. Su apartado 6 dispone que los pacientes tienen derecho a la libre elección entre las opciones que les presente el responsable médico de su caso, siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención”, recogiendo el apartado 9 el derecho “a negarse al tratamiento.

Sin embargo, dicho artículo 10 nada decía respecto de los menores en el ámbito sanitario. La única previsión contenida en dicho artículo que pudiera resultar de aplicación al menor se contenía en su apartado 6, al establecer que cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso el derecho corresponderá a sus familiares o personas a él allegadas. Es decir, la posición del menor quedaría enmarcada dentro de las excepciones al principio general de libre elección del tratamiento y sometida al consentimiento por representación.

La primera norma que recoge una previsión específica sobre la posición del menor en el ámbito sanitario será, curiosamente, una norma sobre investigación clínica. Así, el Real Decreto 561/1993, de 16 de abril, por el que se establecen los requisitos para la realización de ensayos clínicos con medicamentos, recoge por primera vez el estatus jurídico del menor en el ámbito sanitario. Dicho Real Decreto, ya derogado por el posterior Real Decreto 223/2004, sobre la misma materia de ensayos clínicos, disponía a este respecto en su artículo 12.5 que en los casos de sujetos menores de edad e incapaces, el consentimiento lo otorgará siempre por escrito su representante legal, tras haber recibido y comprendido la información mencionada. Cuando las condiciones del sujeto lo permitan y, en todo caso, cuando el menor tenga doce o más años, deberá prestar además su consentimiento para participar en el ensayo, después de haberle dado toda la información pertinente adaptada a su nivel de entendimiento.

Así pues, dicha norma recoge ex novo un derecho del menor en el ámbito sanitario: el derecho del menor de doce o más años a ser informado acerca del ensayo clínico y a prestar su consentimiento conjuntamente con sus representantes legales. Se consagra, por tanto, el derecho del menor a ser escuchado.

También, debemos citar, como precedente, aunque carezca de verdadero valor normativo, el Acuerdo del Consejo Interterritorial sobre Consentimiento Informado, adoptado en su sesión plenaria de 6 de noviembre de 1995. En el apartado 3.4, párrafo último de dicho documento, se dispone que el consentimiento informado debe ser firmado por los menores cuando, a juicio facultativo, reúnan las condiciones de madurez suficientes para otorgarlo, de conformidad con lo previsto en el artículo 162.1 del Código Civil.

Por último, el Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, aprobado por el Comité de Ministros del Consejo de Europa en 1996 y abierto a la firma de los cuarenta y un Estados miembros el 4 de abril de 1997 en Oviedo (por ello, se le conoce con el nombre común de Convenio de Oviedo) recoge en su artículo una previsión acerca del menor. El artículo 6.2 dispone que cuando, según la ley, un menor no tenga capacidad para expresar su consentimiento para una intervención, esta solo podrá efectuarse con autorización de su representante, de una autoridad o institución designada por la ley. Sin embargo, a continuación, añade lo siguiente: La opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez.

Por tanto, a partir de los años noventa se produce ya una tímida regulación en nuestro ordenamiento jurídico de los derechos del menor y de su capacidad de obrar en el ámbito sanitario, proclamándose, aunque restringido inicialmente, al ámbito de la investigación clínica, el derecho del menor de doce o más años a ser escuchado y a completar el consentimiento informado que han de prestar sus representantes legales. Y, a partir de la incorporación mediante su ratificación del Convenio de Oviedo al ordenamiento interno, había que entender que el menor debiera ya de ostentar un estatus específico en el ámbito de las decisiones sanitarias.

La determinación de la capacidad de obrar del menor de acuerdo con un criterio objetivo: análisis crítico

La Ley de autonomía del paciente ha supuesto un avance importante en materia de regulación de los derechos y deberes de los pacientes y, más concretamente, en el régimen jurídico de la capacidad de obrar del menor en el ámbito del tratamiento médico, pudiendo afirmarse que ya tenemos un cuerpo jurídico completo que regula dicha capacidad. Dicha regulación se contiene fundamentalmente en el artículo 9 que dispone, literalmente, que cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación”.

Así pues, el legislador parece optar por un criterio de determinación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito de tratamiento médico de naturaleza objetiva, es decir, que atiende sustancialmente a la edad del menor. Así, si el menor tiene dieciséis o más años se le reconocerá capacidad de obrar y, por tanto, de decidir respecto del tratamiento médico. Se trata de un criterio que atiende exclusivamente a la edad del menor.

La determinación de la mayor o menor capacidad de obrar se ha venido estableciendo sobre la base de dos criterios diferentes: por un lado, el criterio que denominamos objetivo, en virtud del cual, la capacidad de obrar del menor vendrá determinada por haber alcanzado o no cierta edad (doce, dieciséis años). Se trata de un criterio de determinación puramente objetivo, ya que solo atiende a la edad del sujeto, pero no a su capacidad o madurez real.

Por otro lado, podría manejarse un criterio subjetivo, en virtud del cual, el menor ostentaría en el tráfico jurídico, mayor o menor capacidad en función de su madurez real y con independencia de su edad. Este criterio atiende a las condiciones reales de madurez.

La doctrina se ha mostrado dividida acerca de cuál de los dos ha de acogerse, ya que tanto uno como otro presentan ciertos problemas. Así, si bien el criterio objetivo ofrece mayor seguridad jurídica, también es cierto que no encaja bien con el hecho de que lo relevante, conforme se deduce de la propia Ley Orgánica de protección jurídica del menor, no es tanto la edad, sino la verdadera madurez del menor. A este respecto, además, debemos recordar que el propio saber científico nos informa que, si bien el proceso que se observa en todo menor tiene caracteres de universalidad, ello no significa que sea plenamente equiparable en todos los menores a las diferentes edades. De este modo, parece que los estudios muestran que lo relevante, más que las edades, pudieran ser tramos de edad.

La Ley de autonomía del paciente sigue una concepción objetiva de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario, de manera que se distinguen grados de menor a mayor capacidad en función de la edad, estableciéndose una doble graduación de doce años y dieciséis.

Esta posición del legislador es congruente con la posición que sobre el estatus jurídico del menor, con carácter general, ha recogido nuestro ordenamiento jurídico, en especial, el Código Civil y la propia Constitución (vid., singularmente, el artículo 12 que establece también un criterio objetivo basado en la edad para la mayoría de edad).

Sin embargo, el problema es que dicho criterio no parece responder a la realidad que se desenvuelve en el ámbito sanitario. Esta posición puramente objetiva de la Ley olvida que la casuística nos enfrentará a supuestos en los que la mera graduación de facultades del menor, atendiendo solo al criterio de la edad, va a ser muy insatisfactoria. A este respecto, podría afirmarse que la Ley de autonomía del paciente olvida que existen diferentes tipos de menores y que no todos ellos, en función de sus experiencias personales, familiares o culturales, responden a un patrón claro en el que determinada edad haya de provocar necesariamente el reconocimiento o no de facultades de decisión sobre el acto médico. No se trata solo de que exista en la doctrina cierta discrepancia acerca de las edades acogidas por la Ley para establecer la correspondiente graduación, sino que, en muchos casos, la mera graduación hipotética no responde a la verdadera capacidad volitiva y cognitiva del menor.

Los diferentes estudios empíricos sobre esta materia nos informan en contra de establecer meros criterios por edad a la hora de otorgar al menor capacidad para decidir sobre el tratamiento médico. Las conclusiones que resultan de la evidencia científica actual sobre la capacidad de obrar de los menores de edad, pueden resumirse en las siguientes:

• No todos los menores de dieciséis años tienen la misma madurez (es un proceso universal, pero con diferencias individuales).

• Tan importante como el elemento volitivo es el elemento moral y los factores psicosociales (elemento afectivo).

• El adolescente habitualmente rechaza las figuras de autoridad (padres, profesor, médico, etc.).

• Los menores asumen más fácilmente los riesgos.

• Se parte de una evidencia fundamentada en estudios antiguos y respecto de la capacidad de obrar de adolescentes de sexo masculino y no de sexo femenino.

Además, la Psicología Evolutiva también nos informa que los menores sí tienen plena capacidad de decisión respecto de aquello que tiene consecuencias a corto plazo, pero no respecto de lo que produce consecuencias a medio o largo plazo. El menor conoce el acto que realiza, pero no tanto las consecuencias del mismo, sobre todo, cuando dichas consecuencias no son inmediatas, sino a medio o largo plazo.

También, resulta interesante atender cuál es la evolución del lóbulo frontal en los adolescentes. La neurociencia ha demostrado en los últimos años que en los adolescentes este lóbulo no está totalmente desarrollado, lo que les hace más vulnerables a fallos en el proceso cognitivo de planificación y formulación de estrategias. Ello explicaría varios de los comportamientos que pueden observarse en ellos, tales como:

• Dificultad para controlar sus emociones.

• Pobre capacidad de planificación y anticipación de las consecuencias negativas de sus actos.

• La tendencia a tener gratificaciones inmediatas, sin demora de respuesta.

De todo ello, se deduce que la determinación de la capacidad del menor en el ámbito sanitario ha de atender a los siguientes elementos:

1. La capacidad de prever las consecuencias a medio y largo plazo es, en principio, inferior en los adolescentes.

2. El lóbulo central no está desarrollado plenamente en los adolescentes (control emociones).

3. El marco de la enfermedad supone un contexto de decisiones especial y distinto de muchos otros ámbitos (familiar, escolar, etc.). A este respecto, es importante aclarar que más que el lugar (ámbito sanitario), lo relevante es el hecho en sí mismo de la enfermedad. El ámbito sanitario no es extraño al adolescente (controles rutinarios de pediatría, vacunas, ingresos en urgencias). Sin embargo, la enfermedad y la alteración de la vida cotidiana o de determinadas expectativas sí suponen un contexto, especialmente complejo para el menor.

Si trasladamos todos estos elementos al mundo del Derecho, se alcanzarían las siguientes conclusiones sobre la regulación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario:

En primer lugar, parece que hubiera sido preferible haber optado por una doble regla, en la que se conjugara el criterio objetivo como regla general, aunque admitiendo que en determinados casos, en los que pueda apreciarse capacidad volitiva y cognitiva en el menor para entender y asumir las consecuencias de su decisión respecto del tratamiento médico puede aceptarse, sobre la base de un criterio subjetivo, otorgarle la capacidad de obrar.

Cierto es que el propio tenor literal del artículo 9 interpretado sensu contrario podría permitir alcanzar la conclusión de que nuestro legislador ha querido también incluir un criterio más subjetivo, atendiendo no tanto a la edad del paciente como a su verdadera capacidad de obrar, a su verdadera madurez. Téngase en cuenta que el artículo 9 comienza la regulación del estatus jurídico del menor, proclamando, literalmente, que el consentimiento por representación se otorgará cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. Sin embargo, lo que resulta evidente es que la Ley no es clara en sus términos, lo que en la práctica real puede dar lugar a que se resuelva contradictoriamente supuestos de hechos iguales sobre la base de las dificultades que en su redacción presenta el citado artículo 9.

Por ello, consideramos que sería oportuno que la Ley de autonomía del paciente incorporara un criterio más flexible que permita resolver aquellos casos en los que el paciente menor de dieciséis años de edad muestra síntomas de madurez, que le deben hacer titular del derecho a la decisión acerca del tratamiento médico. Así pues, la solución sería la de presumir ope legis maduro al menor de dieciséis o más años, sin perjuicio de admitir la decisión de un menor que no alcance dicha edad cuando muestre signos claros de madurez y no estemos ante actuaciones de grave peligro.

En suma, creemos que la autonomía del menor en el ámbito del tratamiento médico no solo es un problema de edad sino también de madurez, existiendo, según previsión legal, una presunción de madurez del menor a partir de los dieciséis años.

También, la determinación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario habría de atender también a qué efectos, a corto, medio o largo plazo tienen las decisiones de aceptación o rechazo del tratamiento médico que el menor pueda tomar. Así, puede mantenerse que, si bien el menor estaría capacitado para tomar determinadas decisiones cuyos efectos sean inmediatos, no lo estaría tanto, o, al menos, habría que subir la escala de edad para adoptar otras cuyas consecuencias sean a largo plazo y no inmediatas.

Cuando las consecuencias de la decisión sobre el acto médico son más o menos inmediatas, la capacidad de un menor de quince, dieciséis o diecisiete años no muestra muchas diferencias con las de un mayor de edad. Sin embargo, cuando tal decisión produce consecuencias a medio o largo plazo, la psicología evolutiva nos informa que la capacidad de aquel no es, con carácter general, la misma. Un ejemplo, serían aquellos tratamientos que se prescriben para prevenir o mitigar un problema de salud futuro, tanto individual como colectivo. Véase el caso de las vacunas o de determinados tratamientos farmacológicos que se prescriben ante un diagnóstico temprano de la posibilidad futura de desarrollar una determinada enfermedad.

¿Goza el menor de dieciséis o más años de plena capacidad de obrar?

Por otro lado, según dispone el mismo artículo 9, el menor de dieciséis o más años será el titular, y no sus representantes legales o tutores, del derecho a decidir el tratamiento médico. El menor de dieciséis años es el titular del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento médico. Sin embargo, esta regla general queda bastante matizada, ya que el mismo artículo 9 recoge diferentes excepciones, de manera que podemos afirmar que se trata del reconocimiento legal de una capacidad muy relativa al recogerse varias excepciones a la regla general.

Se recogen, en concreto, cuatro excepciones, una de las cuales, por cierto, carece ya de virtualidad alguna por la reforma operada en la Ley de autonomía del paciente por la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. Estas cuatro excepciones se completan con una quinta excepción que la Ley recoge en su artículo 11, al regular la novedosa figura de las instrucciones previas.

Las cuatro excepciones que completan el régimen de capacidad de obrar del menor maduro se fundamentan en el riesgo o trascendencia que la intervención supone para la vida o integridad física, atendiendo a un doble criterio, por un lado cualitativo (gravedad y riesgo del acto médico), y por el otro, meramente sectorial, es decir, ámbitos concretos de la actuación médica en los que se presume el citado riesgo, fuera de los cuales no resultarían de aplicación.

El artículo 9.3 c), tras proclamar que el menor de dieciséis o más años es el titular del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento, concluye estableciendo que en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente.

Esta regulación es extremadamente confusa. Primeramente, el concepto de grave riesgo constituye un concepto jurídico indeterminado que, en ocasiones, será difícil de interpretar en casos concretos. Además, parece que el legislador deja su determinación en manos exclusivas del médico. En segundo lugar, tampoco resultan claros cuáles son los efectos que reviste la opinión de los padres sobre la toma de decisión final. ¿Qué significa tener en cuenta su opinión? Parece, por el tenor con el que se expresa el artículo, que se instaura un régimen similar al del menor de doce o más años. Sin embargo, no parece congruente dicha posición.

Dicha excepción parece provocar que la capacidad de obrar del menor de dieciséis o más años cese en los casos de grave riesgo en los que habrá de actuar de conformidad con el principio de beneficencia, aunque siempre escuchando la voluntad del menor y sus padres. Esta, además, es la solución que explícitamente recoge una de las normas autonómicas que regula el problema (véanse, la Ley 1/1998, de 20 de abril, de los derechos y la atención al menor de Andalucía, artículo 10).

Por otro lado, el artículo 9 en su apartado cuatro señala que el consentimiento del menor en los ámbitos de la interrupción voluntaria del embarazo, de la práctica de ensayos clínicos y de las técnicas de reproducción humana asistida se regirán por el criterio general de la mayoría de edad; es decir, por el régimen general de los dieciocho años de edad, salvo que la regulación especial establezca otra cosa. La primera excepción carece ya de toda virtualidad de conformidad con Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo.

La escala móvil como solución a la excepción del grave riesgo

Otorgar al menor el derecho a rechazar el tratamiento con plena eficacia supone, a la postre, que el menor puede poner en riesgo su vida; es decir, reconocer, en términos constitucionales, que el menor posee, al igual que el mayor, un derecho a la indemnidad que se manifiesta en su capacidad de negar el tratamiento pese a ponerse en riesgo.

El Tribunal Constitucional ha abordado los problemas constitucionales que plantea la autonomía de voluntad en relación al consentimiento informado en el ámbito de los conflictos planteados por los miembros de los Testigos de Jehová, en relación al rechazo de las transfusiones de sangre. En la Sentencia 154/2002, de 18 de julio, el Tribunal Constitucional entró a valorar si el menor de edad, de trece años de edad en el caso concreto, podía, en ejercicio de su libertad religiosa, negarse a recibir una transfusión de sangre ante una situación de riesgo para su vida e integridad física.

El Tribunal Constitucional tras declarar que el menor es titular de la libertad religiosa señala que el menor expresó con claridad una voluntad coincidente con la de sus padres de exclusión de determinado tratamiento médico. Es este, un dato a tener en cuenta, que en modo alguno puede estimarse irrelevante y que, además, cobra especial importancia dada la inexistencia de tratamientos alternativos al que se había prescrito. Sin embargo, el Tribunal añade, a continuación, que lo que fundamentalmente interesa es subrayar el hecho en sí de la exclusión del tratamiento médico prescrito, con independencia de las razones que hubieran podido fundamentar tal decisión. Más allá de las razones religiosas que motivaban la oposición del menor, y sin perjuicio de su especial trascendencia (en cuanto asentadas en una libertad pública reconocida por la Constitución), cobra especial interés el hecho de que, al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal –como distinto del derecho a la salud o a la vida– y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física (FJ 9º).

Finalmente, se rechaza que el menor goce de dicha autonomía de voluntad de rechazo al tratamiento médico porque el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos… no es de suyo suficiente para, por vía de equiparación, reconocer la eficacia jurídica de un acto –como el ahora contemplado– que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales, la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable. Para el Tribunal, la vida es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional… el derecho fundamental a la vida tiene “un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte”. En definitiva, la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental sino únicamente una manifestación del principio general de libertad que informa nuestro texto constitucional, de modo que no puede convenirse en que el menor goce sin matices de tamaña facultad de autodisposición sobre su propio ser (FJ 12º).

El elemento de la irreparabilidad se reproduce en diferentes apartados de la Sentencia. Así, en el Fundamento de Derecho 10º se manifiesta que de las consideraciones precedentes cabe concluir que, para el examen del supuesto que se plantea, es obligado tener en cuenta diversos extremos…, los efectos previsibles de la decisión del menor: tal decisión reviste los caracteres de definitiva e irreparable, en cuanto conduce, con toda probabilidad, a la pérdida de la vida.

En definitiva, pese a que el Tribunal Constitucional reconoce que el menor de edad es titular del derecho a la indemnidad, identificado este como derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal y que se traduce en el marco constitucional como derecho fundamental a la integridad física, el propio Tribunal interpreta dicho derecho al amparo del principio de irreversibilidad o irreparabilidad. Así, el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos, no es de suyo suficiente para, por vía de equiparación, reconocer la eficacia jurídica de un acto que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales, la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable. Por ello, para resolver el conflicto, el Tribunal atendió a los siguientes extremos: en primer lugar, el hecho de que el menor ejercitó determinados derechos fundamentales de los que era titular: el derecho a la libertad religiosa y el derecho a la integridad física. En segundo lugar, la consideración de que, en todo caso, es prevalente el interés del menor, tutelado por los padres y, en su caso, por los órganos judiciales. En tercer lugar, el valor de la vida, en cuanto bien afectado por la decisión del menor: según hemos declarado, la vida, “en su dimensión objetiva, es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional y supuesto ontológico, sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible (STC 53/1985)” (STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 8). En cuarto lugar, los efectos previsibles de la decisión del menor: tal decisión reviste los caracteres de definitiva e irreparable, en cuanto conduce, con toda probabilidad, a la pérdida de la vida (FJ 10º)

Este criterio de la irreversibilidad se recoge también en otras Sentencias en las que el Tribunal aborda el problema del derecho a la vida. Así, en la Sentencia del Tribunal Constitucional 120/1990, de 27 de junio (FJ 9º), y en la Sentencia 53/1985, de 11 de abril, en la que se señala que en el caso del aborto terapéutico y eugenésico la comprobación del supuesto de hecho, por su naturaleza, ha de producirse necesariamente con anterioridad a la realización del aborto y, dado que de llevarse este a cabo se ocasionaría un resultado irreversible, el Estado no puede desinteresarse de dicha comprobación (FJ 12º).

Por lo tanto, el Tribunal Constitucional informa a favor de establecer una escala que tenga en cuenta, a la hora de dotar de mayor autonomía de voluntad a las decisiones del menor, el grado de irreversibilidad de dichas decisiones.

Un criterio idéntico recoge la Circular 1/2012 de la Fiscalía General del Estado que viene a abordar el problema del rechazo a los tratamientos médicos por parte de los menores y, específicamente, el rechazo a las transfusiones de sangre (“sobre el tratamiento sustantivo y procesal de los conflictos ante transfusiones de sangre y otras intervenciones médicas sobre menores de edad en caso de riesgo grave”). La citada Circular que establece criterios únicos de actuación de las Fiscalías en los casos en los que el menor o sus representantes legales rechacen un tratamiento médico con grave riesgo para la vida o salud de aquel, considera que la capacidad de los menores para prestar el consentimiento informado debe entenderse modulada cuando se trate de intervenciones “de grave riesgo”, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 9.3 c) Ley 41/2002, conforme a las conclusiones que se exponen a continuación, y, de este modo, el dictamen del Fiscal debe partir de que puesto que los menores de edad, entendiendo por tales los menores de dieciocho años, se encuentran en proceso de formación y no han alcanzado la plena capacidad, y no puede darse relevancia a decisiones propias o de sus representantes legales cuyos resultados sean la muerte o graves daños para su salud.

Así pues, para la Fiscalía General del Estado, cuando el menor que deba considerarse maduro conforme a las previsiones de la anterior conclusión se niega a una transfusión de sangre u otra intervención médica con grave riesgo para su vida o salud, si los representantes legales son favorables a que se realice la misma, por aplicación del art. 9.3 c) de la LAP, podrá, sin necesidad de acudir al Juez, llevarse a cabo la intervención. No obstante, siempre que la situación no sea de urgencia, será aconsejable como más respetuoso con el principio de autonomía del menor, plantear el conflicto ante el Juez de Guardia, directamente o a través del Fiscal. Por el contrario, cuando el parecer de los representantes legales coincida con el rechazo del menor maduro, el médico debe plantear el conflicto ante el Juez de Guardia, directamente o a través del Fiscal, sin perjuicio de que si concurre una situación de urgencia pueda, sin autorización judicial, llevar a cabo la intervención amparado por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad.

Además, el criterio de la irreversibilidad tiene ya su traducción médica a través de la denominada Escala móvil de capacidad. La propia bioética ha incorporado también este principio de irreversibilidad. Así, se ha propuesto valorar la competencia del paciente con capacidad limitada atendiendo a una escala móvil (estrategia de la escala móvil) por la que se reconoce que la competencia del paciente varía no solo en función de sus aptitudes mentales, sino también en función de la gravedad de las consecuencias de la decisión que se adopte. Cuanto más graves, peligrosas o irreversibles son las consecuencias de la decisión para la salud del paciente, son más exigentes los criterios de capacidad exigidos. A medida que aumenta el riesgo de la decisión, el nivel de capacidad exigible para aceptar o rechazar debe ser más elevado. Por el contrario, a medida que la relevancia de las consecuencias para el bienestar va disminuyendo, el nivel de capacidad exigible debería disminuir paralelamente.

Por otro lado, no debemos olvidar que existe un acuerdo generalizado de que el desarrollo adolescente, cuyas características y fases se presentan universalmente, no se da en un momento concreto en el tiempo que separaría la infancia de la adolescencia sino que se introducen gradualmente a lo largo del continuum del periodo de la adolescencia. Estos cambios biológicos, cognitivos y socio-emocionales aumentan en complejidad a medida que el adolescente se desplaza de una fase de desarrollo a la siguiente. Por lo tanto, no hablamos ya de compartimentos estancos, sino de una escala que va moviéndose y que ha de atender tanto al criterio de la edad, como al de la madurez concreta del sujeto, como al de la reversibilidad o no y gravedad del acto médico.

También, debemos recordar que, si bien el menor tiene, a determinada edad, una capacidad muy similar a la del mayor de edad para adoptar determinadas decisiones cuyas consecuencias sean a corto plazo, no ocurre lo mismo cuando se trata de efectos a medio o largo plazo.

El concepto de Escala móvil parte, por tanto, de la idea de que el establecimiento de la capacidad implica el establecer un punto o nivel de corte en una línea continua que va desde la incapacidad total a la capacidad total. Pues bien, la teoría de la Escala móvil, lo que dice es que dicho punto de corte no es fijo, sino móvil, y que se desplaza en función de la complejidad de las decisiones a tomar. La capacidad no es pues simétrica, sino asimétrica.

Esta escala móvil creemos que es precisamente lo que ha pretendido plasmar la propia Ley de autonomía del paciente a la hora de regular la autonomía del menor de edad. Así pues, el menor maduro, y no sus representantes, es titular del derecho a autorizar el tratamiento. Sin embargo, el mismo artículo limita dicha autonomía de voluntad del menor maduro, atendiendo a la relevancia de las consecuencias de la decisión. Por lo tanto, el menor maduro goza de plena autonomía de voluntad, a excepción de aquellos casos en los que la decisión revista grave riesgo para su bienestar. Si aplicamos la estrategia de la escala móvil en el ámbito que constituye el objeto de nuestra discusión, puede afirmarse que la mayor o menor gravedad e irreversibilidad de la decisión a adoptar debe guiar también la labor del médico a la hora de tomar en consideración lo expresado por el menor.

Sin embargo, también es cierto que esta propuesta ha sido objeto de crítica porque, a la postre, puede significar recuperar el viejo paternalismo ya abandonado hace tiempo. Frente a ello, debemos recordar que la proclamación del principio de autonomía que se produce en la última mitad del siglo XX, como forma de superar el paternalismo predominante en la relación médico-paciente, surge en un contexto totalmente diferente al actual. Ahora, la eclosión del principio de autonomía de voluntad es objeto de revisión, admitiéndose también la especial virtualidad del principio de beneficencia (lo que se ha traducido en lo que algunos autores ya denominan paternalismo justificado).

Así, por ejemplo, cuando el menor tiene dieciséis años y el rechazo al tratamiento puede afectar gravemente a su vida o integridad física o psíquica, en virtud de dicha escala móvil, su opinión no debe ser atendida, primando la protección de su vida e integridad. Así pues, en dichos casos, se desplegará un mecanismo de heteroprotección a través de la patria potestad o, en su defecto, de la autoridad judicial.

Y dado que no existe un dato objetivo que permita establecer a qué edad es el paciente plenamente capaz de prestar el consentimiento informado y, por lo tanto, de autorizar y, sobre todo, de rechazar el tratamiento médico, se ha sugerido atender al principio de proporcionalidad de la decisión, lo que significa atender a una escala deslizante de capacidad que valore no solo la edad, es decir, la mayor o menor proximidad a los dieciocho años, sino también el equilibrio entre la relación riesgo-beneficio y la naturaleza irreversible o no de la decisión.

Para concluir, recordar que el principio de irreversibilidad como límite a la autonomía de voluntad del menor respecto del tratamiento médico, encuentra también su fundamento en el propio hecho de que si la situación que la enfermedad provoca en el paciente mayor de edad es tal que hace particularmente difícil, en muchas ocasiones, un nivel alto de racionalidad en el juicio, más se apreciará dicho problema en el menor, por muy maduro que sea. Si el paciente mayor de edad es una presa fácil de toda una serie de creencias y prácticas irracionales y arracionales cuando se enfrenta a la enfermedad, qué podemos decir del menor. Por ello, sustentar una autonomía de voluntad del menor maduro prácticamente plena, supone, a la postre, desproteger una vida a la que aún queda mucho por vivir y decidir.

En definitiva, parece oportuno desarrollar una escala móvil de capacidad que atienda, a los efectos de dotar de mayor o menor capacidad de obrar al menor en el ámbito sanitario, a la concurrencia o no de tres elementos en el acto médico:

• Gravedad.

• Irreparabilidad.

• Consecuencias a medio/largo plazo.

De este modo, si bien, por ejemplo, los quince años de edad permiten presumir que, con carácter general, el menor es ya capaz para adoptar la decisión de aceptar o rechazar el acto médico, ello se vería matizado cuando concurra alguno de los elementos indicados, todo ello, además, atendiendo a la madurez efectiva del menor concreto involucrado.

Conclusiones

1. La nueva regulación de los derechos de los pacientes aprobada en nuestro país a partir del siglo XXI ha tenido como protagonista singular al menor de edad. Así, de una situación previa de falta de regulación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario, hemos pasado a un marco en el que existe ya un régimen jurídico específico de dicha capacidad de obrar y que se contiene principalmente en la Ley de autonomía del paciente y la legislación autonómica de desarrollo de la misma.

2. Este nuevo régimen jurídico que se aprueba hace algo más de una década sigue fundamentalmente un criterio objetivo, de manera que el factor que determina que se atribuya o no capacidad de obrar al menor es la edad. Los menores de doce o más años deberán ser escuchados a la hora de adoptar una decisión médica que les afecte, mientras que los de dieciséis o más años son ya, en principio, titulares del derecho a aceptar o rechazar el tratamiento médico.

3. Este régimen general queda matizado con una serie de excepciones en las que se seguirá el criterio general de mayoría de edad (dieciocho años) y que atienden a la naturaleza y/o gravedad del acto médico.

4. Pese a que la Ley de autonomía del paciente supone un avance en los derechos del menor, esta nueva regulación ha provocado diferentes interpretaciones doctrinales acerca del nuevo estatus jurídico del menor en el ámbito sanitario, dado que contiene imprecisiones y deficiencias.

5. Entre estas deficiencias, destaca el hecho de que la Ley atiende a un criterio excesivamente objetivo para evaluar la capacidad de decisión del menor, olvidando que, si bien la edad puede actuar como presunción de capacidad, ello no se corresponde con la realidad de los diferentes casos, pudiendo existir menores de dieciséis años con madurez suficiente para autorizar determinados actos sanitarios. De este modo, la Ley hubiera tenido que combinar el criterio objetivo con un criterio subjetivo, residiendo en la autoridad judicial la decisión de los casos más complejos.

6. Por último, sería conveniente desarrollar la idea ya incorporada al pensamiento bioético y admitida por nuestro Tribunal Constitucional a través de los principios de proporcionalidad e irreversibilidad, de la Escala móvil, de manera que la capacidad de decisión del menor, sobre todo en lo que viene referido a su derecho a rechazar el tratamiento, fuera atemperada o matizada en atención a la concurrencia de una serie de elementos, como son la gravedad, irreversibilidad o las consecuencias a medio o largo plazo.

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